por S. Stuart Park
Simpatizo con el pobre William Cowper, y, aunque disfruto mucho de los himnos de Newton, confieso que la sensibilidad del poeta es más cercana a la mía en cuanto a su fragilidad y tendencia a la introspección. Newton gozaba de una confianza envidiable, paulina ciertamente, y me recuerda el testimonio del apóstol cuando recordó su propia vida pasada y se maravillaba de la sublime gracia de Dios:
Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna. (1 Timoteo 1:12-16).
Pablo viene a decir que si el Señor le pudo salvar a él, antes blasfemo y perseguidor, puede salvar a cualquiera, y nos recuerda que para esto vino el Salvador al mundo, «
para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero», y en esto es «ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna». ¿Qué decir, entonces, de la experiencia de Cowper, y de la nuestra?
Cuando entré en crisis en 1970 y caí en una fuerte depresión, un trance muy duro que se repitió, aunque de manera menos grave casi veinte años después, me pareció que el mundo terminaba para mí y que nunca más disfrutaría del favor de Dios.
Un día, en una casa alquilada en El Escorial, cerca de Madrid, en 1989, abrí al azar el libro de Job, y pasé las hojas sin prestar mucha atención, hasta que un texto saltó de la página y me paró en seco:
Porque el temor que me espantaba me ha venido,
Y me ha acontecido lo que yo temía. (Job 3:25).
Mirando atrás, puedo decir que aquel instante cambió mi vida. Volví a empezar el libro desde el principio y descubrí, para mi asombro, que allí, en el corazón de la Escritura, se registraba en un lenguaje poético brillante y apasionado la historia de un hombre «
perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» que cayó bajo la sombra maléfica de un engaño satánico y creyó que había perdido para siempre el favor de Dios.
Apunté mis impresiones en un papel y seguí leyendo, comentando los textos que encontraban eco en mis propios sentimientos. Y así continué durante siete meses de febril actividad, llenando hojas, en cualquier momento del día o de la noche, en trenes y aeropuertos, de madrugada, antes de comer, después de cenar, en el orden atropellado en que los textos iban causando impacto en un asombrado lector. De casualidad, también, fue formándose la idea de aquellas reflexiones pudieran ser publicadas para la lectura de una página diaria durante un año –¡sin descuidar los años bisiestos!–, de ahí que el libro constase de 366 páginas en total. Así surgió
Desde el torbellino, mi primer libro, y lo que en él descubrí, con la venia del lector, contaré en la próxima entrega.