•• ÚLTIMO LIBRO PUBLICADO:   Julio 2024: «Las Siete Edades del Hombre» (Obsequio con cualquier pedido).      ••• ENTREGA MÁS RECIENTE DEL BLOG ACTUAL: CUESTIONES DE PALABRAS:  «La estrategia de Pablo»
HOME
EL AUTOR
CATÁLOGO DE LIBROS
DIBUJOS DE ANNA KUŚ
COMPRA SIN REGISTRO
USUARIOS
Blogs del autor
«Cuestiones de Palabras»
«Quid pro Quo. Los cuatro rostros del amor»
«Las siete edades del hombre»
«Las estaciones del año»
«Reyes y reyezuelos»
«Contra viento y marea»
«La fe del carbonero»


















«LA FE DEL CARBONERO».       

      A un olmo seco
            La fe del carbonero (31)

por S. Stuart Park

    Valladolid, 03 de Enero de 2020

Un olmo seco
 

En su aspecto formal la poesía puede definirse como un orden de palabras cuyo centro de gravedad es interior, mientras que el orden de palabras no literario establece una relación más directa con el mundo externo. La rosa descrita en un manual de horticultura puede hallarse en flor en cualquier jardín en primavera o verano, y los viejos olmos devastados en los últimos decenios por la grafiosis (Ophiostoma ulmi) desaparecieron, tristemente, del mundo real.

Una de las glorias que embellecían la entrada de Preston, mi ciudad natal, una fila de magníficos olmos en uno y otro lado del puente que cruza el río Ribble, fue destruida, como en toda Europa, por un escarabajo muy pequeño de nombre rimbombante, la Xanthogaleruca luteola. Su pérdida supuso un golpe duro para mis conciudadanos, que vieron con tristeza cómo desaparecieron para siempre aquellos hermosos árboles, dejando el puente huérfano de sus emblemáticas centinelas.

En la primavera de 1912, en Soria, Antonio Machado escribió su célebre poema A un olmo seco, al detectar ‘algunas hojas verdes’ que infundieron esperanza de que su joven esposa Leonor pudiera sobrevivir a su grave enfermedad.
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

El milagro no se produjo, sin embargo. Leonor falleció, y Machado abandonó para siempre la ciudad. Aquel olmo tampoco sobrevivió en la ribera del Duero: pertenece ahora, como todos los olmos, al potente mundo de la imaginación; y aunque caigan sus pétalos en otoño, la rosa del amor no se marchita nunca.


Lecturas de este Artículo: 2326

Si desea participar con su opinión sobre los Artículos del Blog, debe registrarse como usuario. Gracias.

COMENTARIOS DE LOS LECTORES: 1

06/01/2020
            Tiene toda la razón mi buen amigo Stuart cuando afirma que en su aspecto formal la poesía puede definirse como un orden de palabras cuyo centro de gravedad es interior, mientras que el orden de palabras no literario establece una relación más directa con el mundo externo. Y puedo reiterarlo con rotundidad porque yo mismo he pasado por esta experiencia, de manera muy intensa, al asomarme a mi propia década de los cuarenta.

En realidad, y con toda sinceridad, no tengo ningún título universitario de Filología y Letras para hacer afirmaciones tan tajantes pero, trato de repetirlo, me enamoré de la poesía perdidamente y aprendí a conocerla, hasta donde me fue posible, porque aprendí a tocar poesía de oído y sí, leí mucha, mucha poesía, porque conectaba profundamente con mi sensibilidad. De todos modos, y aparte de lo que enseña la universidad de la vida, creo que sí tengo un “título” que acredita algo de mi sensibilidad poética: soy conocedor de la Palabra de Dios. Aunque esto no sea un título académico homologado, nadie podrá discutir que la Biblia, como Palabra de Dios, es un monumento literario insigne por su conocimiento realista del ser humano. Ninguna otra obra alcanza un conocimiento más alto acerca del corazón humano, en cualquier tiempo o lugar. Pero como Palabra de Dios, también es la obra cumbre, la verdadera cima de la poesía universal. Por su realismo y poética, ninguna otra obra humana es parangonable a su profunda sensibilidad.

El tema que aborda Stuart, en ese número 31 de su blog, ha removido muchas fibras dormidas en aquella polvorienta arpa que Bécquer contempló en un rincón olvidado. Y ha despertado un deseo de redescubrir este simbolismo poético que la figura del árbol va dejando en nuestra literatura, como la cola de un cometa de Navidad, ampliando el mismo surco que Stuart ha comenzado a arar en su labranza personal.

Los árboles son un elemento esencial del paisaje. El exterior, de la realidad, o el interior, del cosmos poético. Pero a veces solo nos percatamos de ellos con tragedias inconmensurables como las que están sufriendo ahora Australia o California.

La figura del árbol adquiere una gran relevancia en todo el corpus de la Biblia, aunque mencionaré solo el paradigma más notorio. Dentro de la jubilosa obra de la creación de Dios, se subraya la labor de Dios como supremo Hortelano, plantando un huerto en Edén, al oriente, y de repente se nos hace una cautivante y conmovedora declaración: «Y Yahweh Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gn. 2:9). La bondad y sensibilidad de Dios resulta evidente, pero también el profundo y cautivante simbolismo de este señero «árbol de la vida», no menos icónico que el de su par «el árbol de la ciencia del bien y del mal», con sus antagónicas coordenadas espirituales. Pero hay otro árbol de una especie más extraña que ocupa el lugar más céntrico y elevado de toda la Biblia entera: el árbol de la Cruz. Podríamos pensar que el paradigma bíblico es una imagen bipolar entre estos dos árboles icónicos: el de la vida y el de la Cruz, pero no es así. En realidad estamos ante una figura (tanto de valor literario como teológico y espiritual) de una preciosa simetría. Al final de las Escrituras, y al final de los tiempos de la historia humana, volvemos a tropezarnos con el mismo «árbol de la vida», cuya aplicación en los propósitos iniciales de Dios quedó suspendida sine die, desapareciendo por completo de nuestra visión. Pero la conclusión del libro de Apocalipsis, el más denso en su riqueza simbólica de todas las Escrituras, vuelve a situarlo delante de nuestros ojos, en una preciosa declaración que nos llena de asombro y esperanzada gratitud: «en medio de la calle de la Ciudad, y a uno y otro lado del río [de agua de vida] estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones» (Ap. 22:2).

No es, por tanto, una imagen de antagonismo bipolar, sino hermosamente simétrica, mostrándonos un mismo árbol, simbólico y real a la vez, al principio y al final de la creación presente, teniendo como eje de simetría el «árbol de la cruz». O también podríamos verlo, si se prefiere, como la imagen de dos estandartes de victoria divina, ondeando al viento, y mostrando el «escudo de armas de Dios»: el regalo de la vida. Ambos se yerguen en el centro del campamento de Dios, al comienzo de la creación temporal y de la creación eterna…

Hay muchas imágenes de árboles relevantes en el relato bíblico, pero mi intención es adentrarme en otro huerto mucho menos conocido por una gran mayoría, que esconde también grandes momentos de brillantez y sensibilidad: el de la literatura lírica española, del que es una buena muestra este «olmo seco» de Machado, que ha glosado Stuart. Solo pretendo dejar cuatro pinceladas impresionistas que sitúen el sensible colorido del árbol en nuestra historia lírica.

Podemos comenzar con un breve villancico amoroso de la lírica popular medieval:

«De los álamos vengo, madre,/de ver cómo los menea el aire./De los álamos de Sevilla,/de ver a mi linda amiga;/de ver cómo los menea el aire./De los álamos vengo, madre,/de ver como los menea el aire».

La gracia, ligereza y sencillez de la composición resplandecen en este exultante villancico en que el amor se funde con la naturaleza. La vital alegría del corazón enamorado contempla a la mujer amada, a quien canta en esa delicada metáfora de los álamos, sensualmente mecidos por el viento. Esa relación álamos-amor tiene frecuentes ecos en la lírica tradicional de los primeros tiempos, cuyo influjo se deja sentir largamente, incluso en los tiempos actuales, como esa recreación lírica de las alamedas en el poema «Casi invierno» (2001), de Ángel González:

«Alamedas desnudas,/mi amor se vino al suelo./Verdes vuelos,/velados/por el leve amarillo/de la melancolía,/grandes hojas de luz,/días caídos/de un otoño abatido por el viento.//¿Y me preguntas hoy por qué estoy triste?/De los álamos vengo».

Pero donde las arboledas brillan con más sonoridad, creo yo, es en el paisaje lírico más reciente, como en los «Cantos de vida y esperanza» (1905), de Rubén Darío, en poemas como «De otoño»:

«Yo sé que hay quienes dicen: ¿por qué no canta ahora/con aquella locura armoniosa de antaño?/Ésos no ven la obra profunda de la hora,/la labor del minuto y el prodigio del año.//Yo, pobre árbol, produje, al amor de la brisa,/cuando empecé a crecer, un vago y dulce son./Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa:/¡dejad al huracán mover mi corazón!».

Este poemario, consecutivo al de «Prosas profanas», evidencia una poesía de mayor envergadura existencial, profunda, apasionada, melancólica y angustiada ante la consciencia del paso inexorable del tiempo. El tiempo aquí, aunque destructor, también es creador de nuevas realidades más maduras y profundas, y con su fuerza a veces huracanada, ha alterado la estructura de su canto. Para el poeta ha llegado el momento en que, liberado ya de ornamentos superfluos, puede asumir con toda verdad y sinceridad los temas centrales de la vida. Como también se aprecia en el poema «Lo fatal»:

«Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,/y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,/pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ni mayor pesadumbre que la vida consciente.//Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,/y el temor de haber sido y un futuro terror…/Y el espanto seguro de estar mañana muerto,/y sufrir por la vida y por la sombra y por/lo que no conocemos y apenas sospechamos,/y la carne que tienta con sus frescos racimos,/y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,/¡y no saber adónde vamos,/ni de dónde venimos!...».

El poema pesimista de Darío es revelador de su desazón espiritual y de la angustia atormentada del alma cuando ya han pasado los artificiosos y brillantes fuegos de la juventud, y se han extinguido los vacíos ecos del modernismo que lideró. Hay al principio una progresión ascendente: la piedra insensible, el vano refugio metafórico del árbol apenas sensitivo, y la plena consciencia final del hombre, el único poseedor de vida consciente, y que siente aproximarse la negra sombra a la que se siente destinado. Como apuntó Pedro Salinas, tal pesimismo representa la dimisión del ser humano en toda su grandeza, por ser dueño de las facultades de sentir y pensar. El monólogo desesperado se va acelerando con la repetición obsesiva de la conjunción y. En palabras de Salinas, el poeta logra, por medio de este recurso reiterativo, que enlaza dolor con dolor, sin dejar resquicio, un efecto de acumulación abrumadora. Sobre el hombre se ciernen angustias y angustias; apenas se acaba la enunciación de una ya asoma la y a decirnos que todavía hay más y más. El ritmo se desboca con el encabalgamiento del último verso de la segunda estrofa en la tercera, y con el quiebro de los dos versos finales, que prorrumpen en un doble sollozo. Todo el clima es angustiado, al negársele la realidad de ser un árbol apenas sensitivo. Ante las dos únicas certezas del poeta, el «ser» y «estar mañana muertos», todo lo demás es un inquietante oleaje de desconocimiento, confusión, culpabilidad, miedo al futuro desconocido, a la muerte inminente, con toda su espuma hirviente de omnipresente dolor.

Dejamos a este desesperado Eclesiastés moderno cuando ha descubierto, al fin, la hueca sonoridad del modernismo que abrazó en su juventud, pero regresamos a otro Eclesiastés de arraigada melancolía, un gran poeta andaluz, que amó los campos de Castilla y cuyos restos reposan en el exilio del cementerio de Colliure, lejos de la tierra y de aquellos árboles que tanto amó y celebró. El brillante autor de «A un olmo seco», que tan poderosamente arraigó su poesía en el paisaje castellano. La inmensa vastedad del corazón machadiano ha equipado el bagaje de nuestro propio corazón peregrino. ¿Quién no ha sentido como propios aquellos árboles flanqueando las sorianas riberas del Duero? ¡Cómo se estremeció nuestra propia adolescencia con el sensitivo canto de las «colinas plateadas,/grises alcores, cárdenas roquedas/por donde traza el Duero/su curva de ballesta/en torno a Soria, oscuros encinares,/ariscos pedregales, calvas sierras,/caminos blancos y álamos del río…»! La mirada machadiana está anclada en aquellos árboles solitarios y omnipresentes. «He vuelto a ver los álamos dorados,/álamos del camino en la ribera/del Duero, entre San Polo y San Saturio,/tras las murallas viejas/…/Estos chopos del río, que acompañan/con el sonido de sus hojas secas/el son del agua, cuando el viento sopla,/tienen en sus cortezas/grabadas iniciales que son nombres/de enamorados, cifras que son fechas./¡Álamos del amor que ayer tuvisteis/de ruiseñores vuestras almas llenas;/álamos que seréis mañana liras/del viento perfumado en primavera;/álamos del amor cerca del agua/que corre y pasa y sueña,/álamos de las márgenes del Duero,/conmigo vais, mi corazón os lleva!».

Un querido y entrañable paisaje, henchido de primaveral adjetivación y de creciente emoción lírica, de colores suaves que aumentan el ascendente tono emocional. Los amorosos álamos dorados, los musicales chopos del río, siguen bordeando ese lírico Duero soriano que, como los ojos del Guadiana, desaparecen y emergen de nuevo en las honduras de nuestro corazón.

El gran caminante andaluz amaba los árboles de su paisaje pero no llegó a apreciar el árbol de la Cruz (quizá se fijó demasiado en los sucedáneos de su tierra) y prefirió seguir abriendo caminos en el infinito mar de su soledad. Dejémosle que se despida de nosotros: «…mi corazón está vagando en sueños…//–¿No ves, Leonor, los álamos del río/con sus ramajes yertos?/Mira el Moncayo azul y blanco, dame/tu mano y paseemos.//Por estos campos de la tierra mía,/bordados de olivares polvorientos,/voy caminando solo,/triste, cansado, pensativo y viejo».

Y saltándome el archiconocido «ciprés de Silos», enhiesto surtidor de estrellas, de Gerardo Diego, voy a detenerme, finalmente, en otro gran poeta del siglo XX, injustamente olvidado (tal vez porque no le diera tiempo a entrar en la añorada Transición Democrática, como pudieron hacer otros colegas de su generación), lo que resulta incomprensible cuando se contempla su obra poética, en la cual la palabra y el verbo castellano alcanzan la pureza del lirismo más acendrado. Leopoldo Panero nació en el paisaje de Astorga y las circunstancias difíciles de su vida le llevaron a forjar una poesía del dolor, de una sensibilidad y una belleza transfiguradas. Los tres grandes ejes vertebradores de su anatomía poética fueron la tierra, la familia y Dios; quizá por eso se la denominó «poesía arraigada».

Los árboles fueron también testigos privilegiados de esa mirada tan arraigada a su cercanía. Quisiera concluir con tres ejemplos donde la pureza de la palabra se aprecia en todo su esplendor. En su primera juventud padeció tuberculosis y fue ingresado en un sanatorio del Guadarrama; allí conoció el primer amor de su juventud, Joaquina Márquez, quien fallecería poco tiempo después y del dolor de su corazón desgarrado brotaron los neveros de una asombrosa poesía, compuesta en los años 30 y publicada en 1945, con el título de «Versos al Guadarrama». El poema «A un pino del Guadarrama» nos muestra aquel encumbrado árbol que fue testigo de su dolor, y comienza con estos versos: «Alto pino dorado,/cumbre rota del viento,/mojando tus raíces/cerca del cauce seco,/entre las piedras frías/del Guadarrama yerto./Aún tus ramas conservan/la memoria y el vuelo/de las hondas nevadas/y los blancos inviernos,/de las crudas ventiscas/y los aires desiertos/que las cimas desatan/en anchura de espliego/hacia el gris horizonte/resbalado en el suelo./Alto pino que brotas/sobre el vasto silencio/de la cumbre desnuda/por donde cruza el eco/impasible del águila/tras el azul sereno/de la mañana virgen/íntima de romero./Alto pino dorado,/fino, fragante, trémulo/de sombra y de pureza,/solitario y derecho/pino de la montaña,/cerca de Dios y lejos/de la costumbre humana,/en el fanal envuelto/de la nieve más pura,/de la nieve del puerto…».

Diversas circunstancias de agudo dolor roturaron su espíritu que, no obstante, vivió muchos días de apacibles bonanzas en que la vida fluía con todo su indescriptible color, llevando la melodía y el ritmo de su poesía. Un buen ejemplo de la vitalidad de este paisaje podría ser el poema «Soledad de encina y paloma», un soneto de exquisita factura paneriana: «La sombra cenicienta de la encina,/hondamente celeste y castellana,/reposa su verdura cotidiana/en la paz otoñal de la colina.//Como el sigilo de la nieve fina/zumba la abeja y el romero mana,/y empapa el corazón a la mañana/en su secreta soledad divina.//La luz afirma la unidad del cielo/en la inmensa ternura del remanso/y en la miel franciscana del aroma;//y, el peso entredormido por el vuelo,/la verde encina del horizonte manso/refresca el corazón a la paloma».

Para concluir esta ínfima ojeada a la poesía arbórea de Panero, podría ser un digno colofón la conclusión del poema más largo que escribió, «La estancia vacía», que comenzó a tomar forma a finales de la guerra civil y fue publicado en 1944. Aunque compuesto en verso libre, a menudo cristaliza en hermosos sonetos, como el que concluye esa dilatada y estremecedora composición: «Señor, el viejo tronco se desgaja,/el recio amor nacido poco a poco/se rompe. El corazón, el pobre loco,/está llorando a solas en voz baja,//del viejo tronco haciendo caja/mortal. Señor, la encina en huesos toco/deshecha entre mis manos, y Te invoco/en la santa vejez que resquebraja//su noble fuerza. Cada rama, en nudo,/eran hermandad de savia y todas juntas/daban sombra feliz, orillas buenas.//Señor, el hacha llama al tronco mudo,/golpe a golpe, y se llena de preguntas/el corazón del hombre donde suenas».

Los árboles son a la corteza terrenal lo que las aves al cielo, y los ojos escrutadores de la poesía se posan y descansan en sus abiertas ramas. Árboles de sensibilidad variable, álamos, olmos, pinos, encinas, cipreses, olivares… Su valor metafórico es infinito, abriéndose paso a la sensualidad del amor adolescente, a la melancolía de la madurez, a la inquieta búsqueda de Dios o la angustiosa soledad de la muerte. ¿Será que los árboles proporcionan esta escasa y extraña savia de la inspiración, para que los poetas puedan edificar su imperecedera obra en su centro de gravedad interior? ¿Acaso el amor, las emociones, la voz de Dios, la alegría de la vida o el miedo a la muerte no son el gran paisaje interior del hombre, que solo pueden ser conocidos en su cabal dimensión con los balbuceos de la palabra poética que aflora desde lo más íntimo del corazón?
Francesc CLOSA BASA
Redactor de la Revista de Información Literaria «Síntesis», y Edificación Cristiana
© Ediciones Camino Viejo.
          
Quiénes somos
Cómo Comprar Libros
Buscador
Protección de datos
Contacte con nosotros
ENTRADA DE USUARIOS

Nombre de Usuario:

Contraseña:





¿Aún no es usuario?

[Regístrese aquí]
NOTA: Si ha recibido alguno de nuestros boletines, NO tiene que registrarse como Nuevo Usuario. Sólo tiene que recuperar su Nombre de Usuario pulsando sobre
[Desconozco mi Usuario]
,
y luego su Contraseña pulsando en [Desconozco mi Contraseña],
en ese orden. Gracias.
Despues podrá disfrutar de las ventajas de estar registrado en nuestra intranet.
  © 2019 - 2025. Ediciones Camino Viejo. Valladolid (España). Reservados todos los derechos. Sitio potenciado por L2O.  
  Visita:cont_000