por S. Stuart Park
El año transcurrido desde que empecé a escribir estas reflexiones no ha estado exento de las vicisitudes normales de la vida, los avatares que alcanzan a todos los hijos de Adán.
Durante estos últimos meses he sido testigo cercano de la enfermedad de mi esposa Verna. La quimioterapia debilita el cuerpo y pone a prueba la fortaleza de la mente, y la manera en que ha soportado esta crisis me llena de admiración.
En este medio tiempo he conocido tres noticias luctuosas: la partida de David Gooding, amigo y mentor; la muerte de George Steiner, un referente literario y cultural; y la reciente despedida de José Jiménez Lozano, cuya amistad ha significado mucho para mí.
David Gooding esperaba gozoso su llegada a la meta, su entrada en el reino de Cristo, donde ansiaba conocer en persona a los hombres y mujeres de la Biblia que tanto había admirado, y, sobre todo, anhelaba ver cara a cara a su Salvador.
George Steiner, en cambio, en una entrevista publicada después de su fallecimiento, negó la posibilidad de vida después de la muerte, y así partió «
sin Dios y sin esperanza en el mundo». Su libro
Presencias reales marcó un hito en mi comprensión del sentido profundo de la literatura occidental, y ¿quién sabe lo que había realmente en su corazón?
La partida de José Jiménez Lozano me llenó de tristeza, y nunca olvidaré las
charletas en su casa de Alcazarén. Uno de los más grandes escritores en castellano, su prosa cervantina y su sencilla poesía me han conmovido, y su amistad me ha hecho mucho bien.
Termino este breve recorrido por los hitos que han marcado el camino de mi vida con un retorno al punto de partida, al corazón del evangelio, el centro del mensaje cristiano, la esencia de nuestra fe:
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado… Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1 Corintios 1:23-24). Así resumió Pablo el contenido de su ministerio tanto a judío como a gentil. La muerte de Cristo, validada por su resurrección, cancela nuestra deuda moral, ya que
«Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18).
He hecho referencia al pecado de David, y me pregunto: ¿Hay perdón para él, hay un lugar para la misericordia en el corazón de Dios? Pablo vio en aquel triste trance la clave de nuestra salvación:
Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas,
Y cuyos pecados son cubiertos.
Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado.
(Romanos 4:6-8).
Somos salvos por la gracia de Dios, sin nada que ofrecer a cambio de tan grande don.
«Dios es amor» –escribió el apóstol Juan–, y la promesa de Dios proporciona
«una esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como segura y firme ancla del alma» (Hebreos 6:18-19).
A pesar de los avatares de la vida y en medio de la tempestad, nuestra fe está anclada en Cristo y no se romperá jamás. Es esta la lección que he aprendido, y estoy agradecido.