por S. Stuart Park
La historia de la caída de David es tristemente célebre. Un día el rey vio desde su balcón a la hermosa Betsabé, cuyo marido se encontraba con el ejército en el frente, y la hizo llamar a su alcoba. Para encubrir las consecuencias de su acto David envió a Urías al lugar más peligroso de la batalla, donde murió a manos del enemigo, víctima inocente de la transgresión del rey. Confrontado por el profeta Natán, David se arrepintió de su pecado, y desde su angustia pidió a Dios perdón:
Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia;
Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones.
Lávame más y más de mi maldad,
Y límpiame de mi pecado.
(Salmo 51:1-2).
David fue perdonado (ver 2 S. 12:13). No obstante, su pecado tendría consecuencias: moriría el hijo recién nacido y a partir de entonces, la casa de David sufriría violencia y conflicto. Lo había dicho Natán:
«Ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer. Así ha dicho Jehová: He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa…» (2 S. 12:10-11). Y así fue.
Natán llevó a David al arrepentimiento a través de una parábola (2 S. 12:1-4). Dos hombres, uno rico y uno pobre vivían en una ciudad. El hombre rico tenía numerosas ovejas y vacas; el hombre pobre solo tenía una corderita que cuidaba como si fuese su propia hija. Un forastero vino de viaje a casa del hombre rico, que no quiso tomar de sus ovejas, y tomó la del hombre pobre y la mató. La reacción de David no se hizo esperar:
«Entonces se encendió el furor de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte» (2 S. 12:15).
«Tú eres el hombre» ̶ respondió Natán ̶ , y su denuncia, pone al descubierto la transgresión de David. Señala, también, la miseria moral de todo ser humano.
El pecado de David fue grave, y ha sido justamente condenado por todos. David mismo reconoció la seriedad de sus actos, y escribió un salmo penitencial (Sal 32) que el apóstol Pablo, citó para recordar que la justificación no depende de la bondad de nuestras obras, ni de nuestra conducta moral, sino solo de la gracia de Dios:
«Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas
Y cuyos pecados son cubiertos.
Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado»
(Romanos 4:4-8).
¿Cómo puede Dios ser
«justo, y el que justifica a quien es de la fe de Jesús?» (Ro. 26). El asunto nos afecta a todos. Lo veremos a continuación.