por S. Stuart Park
No vayáis a pensar que entre la escuela y las excursiones de fin de semana mi familia descuidaba la educación religiosa, que para mí consistía principalmente en lo que hablaban mis padres en casa, y en la escuela dominical.
Asistíamos durante un tiempo a una iglesia pentecostal, una circunstancia que nunca fue del agrado de mi padre por motivos teológicos, ni de mi madre por su temperamento nervioso. Mi padre veía con escepticismo la doctrina pentecostal, y como no se identificaban con la forma de culto, mi madre se sentía marginada. A mí los cultos me asustaban, sencillamente, por lo bullicioso de los tiempos de alabanza y oración.
La escuela dominical tenía lugar a las dos de la tarde, una hora extraordinariamente incómoda ya que no llegábamos de la iglesia (andando) hasta las doce y media, y hubo que comer rápidamente para volver (andando) para asistir a la clase, una caminata de media hora. No recuerdo ninguna de las lecciones impartidas por los abnegados maestros que también tuvieron que acomodarse al horario tan intempestivo, salvo que en una ocasión se nos pidió traer de casa un dibujo en colores de una abeja, aunque no recuerdo por qué.
A pesar de la desazón doméstica y el barullo eclesial, respeté siempre la autenticidad de la fe tanto de mis padres como de los asistentes a la iglesia. Desde muy temprana edad entendí el mensaje del evangelio, como he tenido ocasión de contar en un artículo anterior. En resumen: mi educación espiritual consistió en poco más que lo que aprendí en casa, y en la escuela dominical.
La preocupación espiritual de un niño de corta edad puede parecer infantil, en el sentido peyorativo de la palabra, como propia de una etapa que se supera con el tiempo. Pero conviene recordar las palabras con las que Cristo dignificó a unos niños que eran llevados por sus madres para que los bendijese. Los discípulos de Jesús trataron de impedirlo porque el Maestro estaba ocupado en cosas demasiado importantes como para atender a unos niños, pensaron, y dijeron a las madres que dejasen a Jesús en paz. Pero Él les respondió así:
«Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos» (S. Mateo 19:14).
Los niños poseen unas cualidades muy valiosas, por ejemplo, su curiosidad y ganas de aprender. Según Jesús, para entrar en el reino de los cielos hay que tener la curiosidad de un niño y no dejarse cegar por la fatiga, el desencanto o el cinismo que produce la vida. Los niños también tienen una confianza innata en sus padres. No les cuesta, por tanto, creer en un Padre celestial que los ama, y si bien a los niños no se les debe presionar o adoctrinar en contra de su voluntad, tampoco se debe poner impedimento a su natural querencia espiritual y a su deseo de creer.
Hago constar, por tanto, mi gratitud profunda por la fe de mis padres, y por su constancia, pese a todo, en la fe.