Buenas noticias Las siete edades del hombre (36). Madurez.
por S. Stuart Park Valladolid, 02 de Febrero de 2024
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Escudo de Downing College |
Hay cartas que traen buenas noticias. Recuerdo como si fuese ayer la llegada de la comunicación que cambió el rumbo de mi vida, la confirmación oficial de que había obtenido plaza en el Downing College, de Cambridge. Mi madre subió las escaleras corriendo para entregarme el sobre con matasellos de la Universidad y la abrí con manos temblorosas para conocer mi suerte.
Mirando atrás, debí haber presentido una resolución favorable ya que el tutor que me entrevistó me había dicho con una sonrisa que enseguida recibiría sus noticias, pero no fui capaz de interpretar su gesto como cómplice a la sazón. Tuve que leer la carta más de una vez ya que, quizás debido a mi nerviosismo, interpreté la hoja adjunta titulada Condiciones de matriculación como un impedimento. Resulta que solo se trataba de abonar una pequeña cantidad para sufragar los gastos administrativos, y la plaza era mía. Mis padres se pusieron muy contentos, aunque yo temía no estar a la altura de tan prestigiosa institución académica, una sensación que me acompañó a lo largo de mi carrera.
No sabría calibrar la importancia de aquella carta, ya que en la Universidad se consolidó mi fe, conocí a personas que me encaminaron hacia España, y se despertó en mí un amor por la Biblia que ha marcado el rumbo posterior de mi vida. Pero, sobre todo, me transmitió la impresión de que una Providencia abría una puerta por la que pude pasar, sin adivinar su trascendencia.
Ahora, al mirar atrás, pienso que estas líneas no deberían figurar bajo el epígrafe de «MADUREZ», porque con mis dieciocho años a cuestas probablemente era la persona más inmadura del mundo. Tiempo habría para sufrir las flechas y las ondas del infortunio atroz —en palabras del Hamlet shakespeariano— que de manera implacable nos alcanzan en el mundo, y nos permiten madurar. Tiempo habrá para hablar de ellas, y me permito en estas líneas volver a saborear una buena noticia, que falta nos hace recibirlas en medio de los avatares de la vida, como todo el mundo sabe.
¿A qué atribuir la llegada de aquella venturosa comunicación? ¿A la nada premeditada decisión de estudiar el español en el colegio? ¿Al profesor que me sugirió la idea de solicitar plaza en Cambridge? ¿A una mano providencial, que señalaba un camino a seguir? Así son los hilos con los que se teje el tapiz de nuestras vidas, el misterio que nos invita a buscar la voluntad de Dios desde la nuestra, en libertad, sin olvidarnos del natural ejercicio del sentido común, que tanta falta nos hace, también.
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