por S. Stuart Park
Amable con todos. Con estas palabras Pablo exhortó a Timoteo, su hijo en la fe, a mostrar siempre un talante afable, y conviene recordarlo en el trato diario con nuestros semejantes, incluso con los representantes de la Función Pública, que no siempre responden de manera recíproca, como todo el mundo sabe. Mi amigo Sirio Sobrino, cuando iba con su esposa a resolver cuestiones administrativas ante el inminente desenlace de su enfermedad terminal, contó la siguiente escena:
«Intentamos dejar arreglado todo lo relacionado con mi próximo fallecimiento, y con esto de ver la muerte tan cerca siento la necesidad de dejar zanjado todo. Nos mandaron de ventanilla en ventanilla. En una me dejaron un papel después de hacer cola, y nos enviaron a la de enfrente para volver a hacer cola para poner un sello en el papel que nos habían dado en la primera. Imagínate, yo un moribundo yendo de un lado para otro. Cuando te encuentras con un funcionario simpático, casi te da ganas de darle un abrazo, con lo fácil que es ser amable y sonreír».
Me contó que debido a su dificultad para hacer ciertos tipos de gestiones él había redactado un escrito detallando sus problemas de salud. Cuando lo leyó con Mari Carmen, lloraron juntos los dos.
Quienes frecuentan la consulta de su médico de cabecera o acuden regularmente a citas en el hospital saben que la manera en que los reciben los profesionales puede afectar su ánimo para bien o para mal, y pienso que gran parte de los beneficios del sistema sanitario depende del trato recibido, sea este amable y cercano, o frío y distante.
Lo traigo a colación no para criticar a los funcionarios o a los profesionales sanitarios —que los hay excelentes y de trato exquisito— sino porque circunstancias así nos pueden suceder a diario, no siempre tan dramáticas, pero igualmente reales, y cuando tratamos con otros nunca sabemos cuál puede ser su situación personal.
De hecho, pudiera ser que el trato poco afable que recibimos resulta ser fruto de una desgracia personal que desconocemos, y me resultó aleccionador el testimonio de nuestra estimada médico de cabecera, recién jubilada, que me contó su experiencia personal. Hace no muchos años, de vacaciones en la playa, su propio marido se desplomó sobre la arena a causa de un aneurisma de aorta, y otros familiares que los acompañaban, también médicos, nada pudieron hacer para salvar su vida. Apenas sin tiempo para asimilar una pérdida tan traumática, allí estaba en la consulta escuchando las quejas y lamentos de sus pacientes, a veces por nimiedades o asuntos menores, con su amabilidad de siempre sin que nadie supiera de la desgracia que había sufrido pocos días atrás.
El asunto, por tanto, requiere reciprocidad. De nada sirve esperar un trato amable si no somos capaces de ponernos en el lugar del otro, como dijo Jesús: «
Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (Mateo 7:12). Se llama «la regla de oro», como todo el mundo sabe, y nada hay más lejos de nuestra intención que aleccionar o moralizar en un asunto que vosotros, mis lectores, conocéis mejor que nadie.