por S. Stuart Park
Obras como
El Quijote, o como ciertas tragedias griegas o shakesperianas, no nos hacen mejores ni peores… es en cambio verdad que enriquecen, ensombrecen o realzan una y otra vez…». Así se manifestó don Américo Castro (1885-1972) en su
Cervantes y los casticismos españoles (1966), y nos atrevemos a añadir, respecto de la gran obra cervantina: y nos hacen más amables.
La mirada de Miguel de Cervantes es risueña, fruto de su temperamento, sin duda, pero producto también de la experiencia de quien «vivió como un español marginado, desatendido y arrinconado» como otros grandes autores como fray Luis de León, Teresa de Ávila y Juan de Yepes. Hay una cualidad en ellos que Américo Castro atribuye al espíritu del «cristiano nuevo», es decir personas procedentes de familias de judeoconversos, con todo lo que aquello significó en los «tiempos recios» que les tocó vivir, donde el «cristiano viejo» hacía alarde de su limpieza de sangre y despreciaba la espiritualidad y los libros.
Poder desenvolverse en medio de un mundo sacralizado donde imperaba el espíritu inquisitorial produjo en Cervantes una mirada irónica, capaz de contemplar la debilidad humana y las injusticias de la sociedad sin amargura, como una lectura atenta del
Quijote pone de manifiesto: la reacción del Caballero de la Triste Figura ante los galeotes encadenados o el apaleamiento del joven Andrés a manos del despiadado Haldudo refleja, sin duda, la actitud de Miguel de Cervantes ante la vida. Escribe Américo Castro:
«Cervantes reaccionó como un cristiano ligado a Cristo entrañablemente, más interesado en lo íntimo y espiritual que en lo exterior y visible. He citado más de una vez lo dicho por Don Quijote al aparecer ante él la imagen de San Pablo, la del primer gran converso, tan dramáticamente convertido a la fe de Cristo: “Este fue el mayor enemigo que tuvo la iglesia de Dios nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos; y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo” (II 58). El magisterio de Cristo está ahí bien puesto de resalte, ni Cristo ni San Pablo podrían aprobar la anticristiana doctrina de la limpieza de sangre».
De nuevo Américo Castro:
«Entender a Cervantes requiere hacerse a la idea de que, para una persona inteligente y espiritualmente refinada, el espectáculo de la prepotencia mayoritaria era intolerable martirio».
Cervantes no estuvo solo en su exilio interior. Fray Luis de León y San Juan de la Cruz pasaron tiempo en oscuras celdas, y Santa Teresa de Jesús fue denunciada en más de una ocasión ante el Santo Oficio. Se trata de una vivencia más común de lo que pudiera parecer; véase, si no, la de San Pablo a quien tanto admiraba Don Quijote, y como ejemplo supremo, la del propio Señor Jesús.
En la próxima entrega hablaré de un ejemplo de amabilidad reconocida en todo el mundo.