por S. Stuart Park
La amabilidad, la simpatía y la generosidad constituyen el trato mínimo que se puede esperar de nosotros como seres humanos en el mundo, cualidades que en sí mismas no suponen mérito alguno, ni son privativas, huelga decir, de quienes profesan una fe religiosa o que se regulan por estrictas normas de conducta. Se trata de una manera de ser y estar encapsulada en la regla de oro y que responde al conocido imperativo divino:
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
En una ocasión, un «intérprete de la ley» interpeló a Jesús «para probarle», y al recordársele el citado mandamiento respondió, como para justificarse:
«¿Y quién es mi prójimo?» La respuesta de Jesús no dejó lugar a dudas: nuestro prójimo es cualquier persona que nos necesita, y a quien podemos prestar ayuda, como indica la parábola del Buen Samaritano que Jesús contó a continuación:
«Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo»
(Lucas 10:29.37). No quedan bien parados en la parábola los representantes de la ley y de la religión. El hombre malherido no necesitaba, por otra parte, un sermón o una lección magistral, sino la ayuda práctica que recibió de parte del samaritano, un ciudadano con quien el levita y el sacerdote no tendrían trato alguno debido a la enemistad que les separaba (recuérdese las palabras de la mujer de Sicar en Jn. 4). Al samaritano le movió un sentimiento de solidaridad humana que superaba cualquier otra consideración, y su actitud ha llegado hasta nosotros como paradigma del amor al prójimo que ejemplificó Jesús.
La cuestión, por tanto, no es: ¿Quién es mi prójimo? sino ¿A quién puedo servir de prójimo en su necesidad? El samaritano no prestó una ayuda a medias, sino con todas sus consecuencias: no solo vendó las heridas al hombre malherido y le aplicó una cura, sino lo llevó a un mesón, le cuidó y sufragó sus gastos de manutención.
¿Se trata, en el fondo, tan solo de una parábola? Tal vez, pero circunstancias así, menos dramáticas quizás, suceden a diario a nuestro alrededor. Lo sé porque yo mismo he sido beneficiario de la generosidad de otros en más de una ocasión.