por S. Stuart Park
Los miembros de la Sagrada Familia comenzaron su peregrinaje como refugiados, sin casa ni cuna, y compartieron así la suerte de tantas familias dispersadas por el mundo. La vida depara alegrías y decepciones, encuentros y desencuentros, momentos de peligro y tiempos de tranquilidad, y el rey David, cuya azarosa vida compendió por sí sola todos los escenarios imaginables que conforman la vida humana en la tierra, escribió un salmo de luminosa perfección que no podemos por menos de recordar aquí (Salmo 23; en algunas versiones 22):
Jehová es mi pastor; nada me faltará.
En lugares de delicados pastos me hará descansar;
Junto a aguas de reposo me pastoreará.
Confortará mi alma;
Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo;
Tu vara y tu cayado me infundirán aliento.
Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores;
Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
Y en la casa de Jehová moraré por largos días.
No cabe duda de que la experiencia de David como pastor de ovejas inspiró este, el Salmo más amado, que en pocos versos evoca la transición entre la bonanza de los delicados pastos y aguas de reposo, y la tormenta del valle de la sombra de muerte.
Al pastorear a sus ovejas, a las que protegió del oso y el león (1 S. 17:34-35, recuérdese su pericia con la honda), David era consciente del cuidado de Dios, la presencia de la vara y el cayado que infundían aliento en momentos de dificultad. Más adelante conocería la comunión intima con Dios en medio de los angustiadores que asediaban su vida y tramaban su destrucción.
La vida trae también momentos de disfrute y solaz, incluso de manera inesperada y aparentemente casual. Sin ir más lejos, esta mañana, mientras preparaba este artículo, sonaron en la radio las apacibles notas de la hermosa Cantata que J.S. Bach compuso en 1713,
‘Las ovejas pueden pastar tranquilas’. Su escucha infunde siempre una sensación de paz y bienestar, y evoca en mi mente la imagen del rostro afable y sereno de su autor, una presencia tranquilizadora en medio de un mundo atormentado y desolador.
Oí decir a un compositor profesional que él siempre empezaba el día escuchando algún fragmento de la música de Bach, que le servía de inspiración. Sin ser compositor, le entiendo perfectamente, y percibo en la mirada apacible del autor de
‘La pasión según San Mateo’ el rostro amable de Dios.