por S. Stuart Park
A mesa puesta: loc. adv. Sin trabajo, gasto ni cuidado (RAE). Para los invitados, naturalmente, pero para los anfitriones, trabajo, gasto y cuidado para que los comensales se sientan a gusto y en casa. De todos los placeres que depara la vida pocos superan el disfrute de una mesa en compañía de familiares o amigos, tanto en calidad de invitados como de anfitriones en una perfecta reciprocidad que no exige nada a cambio.
Escribo estas líneas en la aldea asturiana donde los vecinos nos regalan fruta, huevos y legumbres, y nos hacen sentirnos aceptados a pesar de nuestra doble condición de foráneos, tanto vallisoletanos como extranjeros. En el pueblo vecino hay un súper pequeño atendido por Montse, una mujer trabajadora y afable que por exigencias del reparto a veces llega tarde a la tienda. Los clientes, normalmente personas mayores, esperan pacientemente la llegada de su furgoneta y, lejos de quejarse por el retraso, se ponen a ayudar a descargar las cestas de pan, que pesan lo suyo. Son pequeños detalles de buena vecindad que significan mucho.
Verna me cuenta que la sensación de aceptación supone para ella una necesidad profunda y que en sus peores pesadillas experimenta una amarga sensación de rechazo o exclusión. Me imagino que se trata de un fenómeno compartido por más de uno de mis lectores, y nuestros breves artículos procuran ser acogedores e incluyentes. ¡Faltaría más!
La imagen de la mesa puesta es bíblica, como no podría ser de otra manera. David se sentó a la mesa preparada por el Señor y se sintió seguro en medio de sus enemigos y detractores. En la playa de Tiberias los discípulos encontraron brasas puestas y pescado para el desayuno dispuesto por Jesús tras una noche infructuosa en el mar. Pablo, después de sufrir naufragio en una tempestad en el mar escribió:
«Estando ya a salvo, supimos que la isla se llamaba Malta. Y los naturales nos trataron con no poca humanidad; porque encendiendo un fuego, nos recibieron a todos, a causa de la lluvia que caía, y del frío» (Hechos 28:1-2).
Vienen a la mente de nuevo las palabras de David:
Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores;
Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
Y en la casa de Jehová moraré por largos días.
Las imágenes del Salmo anticipan las palabras sublimes de Cristo:
«He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3:20).
¿Hay algo más hermoso que un espíritu de generosa reciprocidad?