por S. Stuart Park
He hablado de los pequeños placeres de la vida, y esta mañana el quiquiriquí del gallo vecino y el cloqueo de las gallinas me han hecho sonreír. Tengo predilección por el huevo pasado por agua y una cesta llena de los huevos marrones de
pitu calella son de una belleza incomparable. S. Pablo animó a sus lectores a
«pensar en todo lo amable» (Fil. 4:8), y si bien en el horizonte se divisan las majestuosas cumbres nevadas de los Picos de Europa, nada me produce mayor satisfacción que las cosas pequeñas que nos rodean.
José Jiménez Lozano ha hablado de «la lacerante alegre belleza de lo minúsculo, lo pequeño», y confiesa:
«A veces cuando tenemos una tristeza es suficiente que un petirrojo o un gorrioncillo alce el vuelo ahí cerca para que nuestro corazón se esponje». Comparto su sentimiento, y he hablado en más de una ocasión del valor terapéutico del pequeño petirrojo en momentos decisivos de mi propia vida.
Para mí no hay nada más entrañable en el mundo natural que un nido de mirlo o zorzal escondido en un seto con sus huevos moteados («pequeños cielos bajos» los llamó Gerard Manley Hopkins), y la ternura con que la madre alimenta a sus crías de sol a sol es digna de admiración. Jiménez Lozano relaciona su amor por los pájaros con el Evangelio, y cuando murió uno de sus canarios, escribió:
«El cadáver de un pájaro ¡es tan leve! No pesa. ¡Una cosa tan pura! Como una llama dulce y extinguida. Jesús mismo parece haber quedado impresionado por el destino de estos animales tan inocentes y entrañables, porque en Mateo, 10,29, leemos:
“¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin nuestro Padre” . Es decir, ¿Sin su voluntad, o sin su lamento y dolor?»
El poeta reconoce nuestra propia responsabilidad para velar por el bienestar de nuestros pequeños acompañantes alados:
Ruega a Cristo que cuide de sus pájaros;
ni te atrevas de su misericordia
a pedir, para ti, unas migajas;
eres de la depredadora especie humana.
He recordado en otro lugar la experiencia de Dietrich Bonhoeffer, preso en la cárcel militar de Tegel en Berlín en 1943, que escribió a sus padres para contar cómo el descubrimiento del nido de un pájaro diminuto, el herrerillo común, aliviaba el tedio de sus paseos por el patio de la prisión. Un día encontró el nido destrozado y las crías esparcidas por el suelo, una muestra de la crueldad insensata de algún guarda— pensó—y la anécdota nos recuerda cuán frágiles son los entrañables pajarillos que endulzan la vida, y cuál es nuestra responsabilidad.
«Mirad las aves del cielo» y
«considerad los lirios del campo» —dijo Jesús—. La
«lacerante alegre belleza de lo minúsculo» proporciona uno de los placeres de la vida que nos ha regalado Dios.