por S. Stuart Park
De todos los placeres que depara la vida pocos superan la felicidad que sentía cuando llegaba a casa después de una ausencia prolongada. La chimenea encendida, el cómodo sillón, los huevos fritos con beicon, el periódico local, recuerdos son que nos han acompañado y cobran vida en cuanto cruzamos el umbral de nuestro hogar.
La llegada a casa no siempre resulta idílica, todo hay que decirlo. Cuando llamé al timbre después de mi primer trimestre en la universidad, en los años 60 cuando se estilaba una melena en el mundo estudiantil, al abrir la puerta la radiante sonrisa de mi madre se transmutó de inmediato en una mirada de horror: «¡Oh, Stuart! ¡Vete a cortar el pelo inmediatamente!» Recuerdo la sonrisa del peluquero local cuando me senté en el sillón y se lo conté.
Ninguna historia bíblica retrata la vuelta al hogar que todos hemos abandonado en un tiempo, y al que anhelamos regresar, como la parábola del hijo pródigo que contó Jesús:
«Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle. Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos. Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Y volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse»
(Lc, 15:11-24). El abrazo del padre contrasta con la cara de pocos amigos del hermano mayor, que a pesar de sus privilegios se sintió agraviado y manifestó su frustración. La lección es clara: si acudimos al Señor nos recibirá con una sonrisa en los labios, no importa cuán lejos nos hayamos apartado del hogar.
Pero esta reflexión se acerca peligrosamente al último de los cuatro amores, el amor divino, así que para terminar volveré a una pequeña escena que apela poderosamente a mi imaginación, la de un nido hecho cuidadosamente con líquenes y musgo forrado con plumas suaves, y una madre incubando sus pequeños huevos moteados en un auténtico hogar.