por S. Stuart Park
Querida lectora, querido lector, si has perseverado hasta aquí habrá quedado claro que el concepto de amabilidad que encabeza este, el primero de los «cuatro rostros» del amor, comparte mesa y mantel con otros hermosos valores como la simpatía, la cortesía, la bondad, el afecto natural y la generosidad; y yo añadiría: y con la quietud.
¡No me gusta el ruido! Lo digo con la misma voz baja que pone a prueba la paciencia de muchos de mis interlocutores, algunos de los cuales se ven obligados a mostrarme con una mano ahuecada a qué lado de la cabeza he de arrimarme para ser oído. No lo digo para justificar una evidente falta de capacidad comunicativa de mi parte, aunque, si bien envidio a quienes están dotados de una voz potente, estoy en egregia compañía con mi limitada sonoridad.
En un delicioso libro titulado
Señores Pájaros de reciente publicación (Ed. Días Contados), una recopilación de 273 fragmentos de poesía y prosa en los que Jiménez Lozano hace referencia a nuestros vecinos alados, leo, entre otras muchas cosas de interés, la siguiente, en referencia a Jacinto Herrera, un maestro y poeta amigo:
«Creo que los alumnos en su clase le decían que hablara más alto, como a fray Luis los suyos, y Jacinto no contestaba como el maestro fray Luis que era mejor hablar así bajito “porque no nos oigan los señores inquisidores”, sonreía simplemente y repetía, pero seguía sin hacer ruido».
Vienen a la mente algunos textos bíblicos (faltaría más), que nada tienen que ver con mis cuerdas vocales, lo sé, pero que hablan de la predilección de Dios por la quietud. El primero relata la experiencia del profeta Elías que oye la voz de Dios escondido en una cueva para protegerse de la saña asesina del perverso rey Acab:
«Él le dijo: Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado»
(1 Reyes 19:11-12). Y esta hermosa profecía del Mesías:
«He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare» (Is 42:1-3).
Como dijo el amigo fray Luis en la celda inquisitorial de Valladolid:
«Cristo ama la soledad y el sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene puesto Él su deleite».
Un buen punto de partida para hablar seguidamente de la amistad.