La amistad duradera también está condicionada por las circunstancias, pero sabe sobreponerse y solo es truncada por la muerte. Es espontánea y natural, no es motivada por intereses ni pretende sacar nada a cambio. Se nutre de la confianza mutua y siempre cree lo mejor. Tal amistad conocí en la Universidad, y sigue viva sesenta años después.

Coincidí por primera vez con Peter Wales, a la sazón estudiante de Teología en el Trinity College, cuando presidió una conferencia en uno de los colleges, y me llamó la atención su talante tranquilo y su facilidad de expresión. Procedía de una familia acomodada de Londres que durante la Segunda Guerra Mundial había sido evacuada de la capital para escapar de los bombardeos. Su padre, Jack, era un auténtico gentleman que trabajaba en la City londinense, y su madre, Olive, licenciada en Filología Francesa en Cardiff, fue una de las primeras mujeres en conseguir una titulación universitaria en el país.

Jack Wales se refería a gente menos culta que él como «diamantes en bruto» y Olive no soportaba a los necios alegremente, pero no había en ellos ni pizca de esnobismo y abrían su casa a todo el mundo con enorme liberalidad. Cuando pasaba algún fin de semana en su casa, el padre de Peter nos despertaba a las 7.30 a.m. con una taza de té, y decía siempre: «Joshua rose early in the morning» (‘Josué se levantó pronto por la mañana’, en referencia al héroe bíblico de aquel nombre), que todo hay que decirlo, perdía su gracia como todas las frases que repetían nuestros progenitores en demasía, cosa que nosotros sin duda hacemos también para sufrimiento de los nuestros.

Peter se casó con Colette, violinista profesional y norteamericana como Verna, y después de pasar una temporada en la India en una misión cristiana se asentaron en Inglaterra donde Peter se colocó como profesor de Historia, primero en Warwick luego en Canterbury en el condado de Kent, donde ocupó el cargo de alcalde de la ciudad como miembro del partido Liberal Demócrata.

Las diferencias de clase social, que en Inglaterra eran (y siguen siendo) marcadas no impidieron una relación de amistad profunda, y hasta hace muy poco cuando nos veíamos contábamos las mismas historias y nos reíamos con las mismas anécdotas de siempre, aunque de vez en cuando sorprendíamos a nuestras sufridas esposas con una historia que no conocían, para asombro de ellas, y nuestro. Gran conversador, Peter poseía una prodigiosa memoria, ahora víctima de la enfermedad de Alzheimer que aún no ha borrado todos los recuerdos de antaño, pero obliga a un constante cuidado en el día a día.

Lector empedernido, Peter ha acumulado decenas de miles de libros a lo largo de su vida, adquiridos en librerías de viejo, principalmente de política, historia, o teología, además de los clásicos, y la casa está llena de tomos que ocupan ático, habitaciones, pasillos y garaje.

En el fondo, la verdadera amistad consiste en una suerte de comunión espiritual que perdura en tiempos de bonanza o de tempestad, como la de Rut la moabita que declaró a su suegra Noemí, camino de Belén: «a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Rut 1:16).