por S. Stuart Park
David, conocedor de los peligros que se cernían y perturbado por la conspiración que se había urdido contra él sin causa contra él, se refirió a la traición de su amigo en el Salmo 41:9:
«Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, / Alzó contra mí el calcañar». Jesús conocía las implicaciones de aquella amarga experiencia de David, y reconoció en ella la proximidad de su propia entrega por el traidor. El evangelista lo recordó así:
«Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y cuando cenaban, como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, que le entregase, sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había salido de Dios, y a Dios iba, se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido» (Jn. 13:1-5).
El lavamiento de los pies de ellos había de servir de ejemplo a seguir:
«Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis. No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar. Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy» (Jn. 13:13-19).
Y nos preguntamos: ¿Cómo pudo Cristo soportar la presencia maléfica del traidor en las horas previas a su entrega, un hombre que comió su pan con él? El profeta Isaías, en un texto solemne retrató a Jesús, el Siervo del Señor, como
«varón de dolores, experimentado en quebranto» (Is. 53;3) y, para compensar su soledad y tristeza, conoció el cariño y la comunión de amigos íntimos que le proporcionaron solaz.
Tres amigos le extendieron hospitalidad en su casa en Betania, donde pudo descansar y prepararse para el final. Escribió el evangelista que
«amaba Jesús a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn. 11:5) y describió la honda emoción que sintió ante la muerte de su amigo Lázaro al ver las lágrimas de María, hermana de Marta:
«Jesús entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró. Dijeron entonces los judíos: Mirad cómo le amaba» (11:33-36).
Jesús conoció el valor de la amistad como ninguno, y sus lágrimas nos sirven de lección.