por S. Stuart Park
Los autores del Nuevo Testamento no se prodigan en representaciones gráficas de los atroces sufrimientos físicos de Cristo, sino que destacan el significado de la muerte expiatoria de Jesús como
«el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn. 1:29). Tampoco los minimizan, y los relatos evangélicos contienen algunas referencias tomadas del Antiguo Testamento para reflejar los padecimientos del Señor, relatados no para granjear nuestra simpatía, sino para confrontarnos con nuestra propia necesidad. El Salmo 102 retrata a Cristo como «
un búho de las soledades,/Como el pájaro solitario sobre el tejado», y de la soledad de Jesús en Getsemaní hay un registro desgarrador.
A las mujeres que lloraban y hacían lamentación por él cuando era conducido a la muerte,
«Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lucas 23:28). La muerte de Cristo -
«el juicio de este mundo» según S. Juan (12:31)-, pone a prueba nuestra conciencia moral y espiritual. Pablo lo tuvo claro desde el inicio de su ministerio, y a la iglesia de Corinto declaró su prioridad como apóstol del Señor:
«Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor...» (1Co. 2:1-3). (1 Co. 2:1-5).
Para Pablo, la muerte de Cristo revela un amor que trasciende cualquier amor humano:
«Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas
Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros
» (Ro. 5:6-7). La muerte y resurrección de Cristo a nuestro favor constituían la piedra angular de la predicación de Pablo:
«Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras… (1 Co 15:1-4).
La obra de Cristo ocupa el tema central de las Escrituras, el punto de inflexión por el que Dios ha efectuado nuestra redención, el Justo que murió por los injustos, el divino
Quid pro Quo que restablece nuestra relación rota con Dios, el más sublime de los cuatro rostros del amor.