La justificación es por la fe sola, o por las obras también? Según el Nuevo Testamento Abraham fue justificado tanto por su fe como por sus obras, y nos preguntamos: ¿en qué quedamos? La respuesta no es difícil de encontrar: los dos conceptos no solo son mutuamente compatibles sino imprescindibles para comprender la naturaleza de la fe. «Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia» —escribió Pablo—; y «Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe», declaró Santiago. Los apóstoles se referían a dos episodios distintos en la vida de Abraham: el primero, cuando creyó la promesa de Dios de que tendría un hijo aun cuando los procesos físicos de la naturaleza lo hacían imposible; y el segundo, cuando el patriarca se dispuso a sacrificar a Isaac, el hijo de la promesa, en un altar en Moriah.

En primer lugar, la fe que justificó a Abraham:

«Y [Dios] lo llevó fuera, y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia. Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia» (Gn. 15:5).

La fe «justifica» porque significa confianza en la palabra de Dios, el primer paso en un camino que Pablo describió así: «por fe andamos, no por vista» (2 Co. 5:7). Se trata de un aspecto fundamental de nuestra relación con Dios, «porque sin fe es imposible agradar a Dios» (He.11:6).

¿No se requiere nada más de nuestra parte que la fe sola? De ahí, en segundo lugar, la necesidad de la prueba de la fe, para ratificar la autenticidad de la fe:

«Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Gn. 22:1-2).

La historia del «sacrificio de Isaac» ha causado escándalo, y sobre este asunto hemos escrito en más de una ocasión (ver Doce nombres en esta colección). La prueba tuvo como objetivo demostrar que la fe de Abraham no era una quimera, una mera «cuestión de palabras», sino duradera y veraz. El autor de Hebreos la entendió así:

«Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir» (11:17-19).

El eco cristológico del «sacrificio de Isaac» eleva el significado de aquella historia al máximo nivel, y de un escándalo mayor, el skándalon de la Cruz, nos ocuparemos en la próxima entrega.