por S. Stuart Park
Un verano excepcionalmente caluroso avanza hacia su fin, para tristeza de unos, ya que se acaban las vacaciones, y alivio de otros, como los trabajadores del campo, que se identificarían, sin duda, con el sentimiento expresado por la poeta Gabriela Mistral cuando pedía misericordia para ellos al verano rey:
Verano, verano rey,
del abrazo incandescente,
sé para los segadores
¡dueño de hornos! Más clemente.
(…)
Mayoral rojo, verano,
el de los hornos ardientes,
no te sorbas la frescura
de las frutas y las fuentes…
Si la sombra protectora nos salva de los rayos inmisericordes del sol, no podríamos vivir sin agua. En el simbolismo bíblico el agua representa el don de Dios que sacia nuestra sed espiritual, y varios relatos reúnen en torno a pozos y fuentes encuentros trascendentales para la historia de la salvación.
La esclava egipcia Agar tuvo un encuentro con Dios en
«el Pozo del Viviente-que-me-Ve»; el criado de Isaac, enviado por su amo para buscar esposa para él, encontró a la hermosa Rebeca cuando fue a sacar agua para sus camellos; Jacob se enamoró de Raquel junto al pozo de Labán; y Moisés conoció a Séfora mientras abrevaba sus ovejas en Madián.
Nos acordamos, también, de Booz, cuya benevolencia tocó el corazón de Ruth cuando el pariente de su suegra invitó a la moabita a compartir el agua de sus trabajadores en época de siega, y la trató como un miembro de su familia.
Si Ruth se maravilló de la benevolencia de Booz, mayor fue el asombro de la anónima mujer samaritana que acudió al pozo de Jacob, cuando un Benefactor mayor que Booz le pidió a ella de beber:
«Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?» Ella descubrió
«el don de Dios», que ofreció Jesús, una fuente de agua que salta para vida eterna y quita la sed para siempre (Jn. 4:14).
El pozo es escenario de amores, y el pozo de Jacob en Sicar no lo fue menos. En aquel emblemático lugar Jesús, el Esposo divino (Jn. 3:29-30), conquistó el corazón de una mujer necesitada de salvación, que dejó su cántaro y fue a contar que había conocido a Cristo.