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LAS SIETE EDADES DEL HOMBRE      

      Más recuerdos de la infancia
            Las siete edades del hombre (7). Infancia.

por S. Stuart Park

    Valladolid, 14 de Julio de 2023

Gallina con sus pollitos
 

Un recuerdo aún más doloroso de Longridge fue mi participación en el triste destino de un pollito que gracias a mi insensatez cayó preso de un gato que acechaba escondido debajo de un arbusto. Volvía a casa y me detuve a mirar a través de la valla metálica de un gallinero y vi cómo un gato observaba agazapado el movimiento de un grupo de pollos que picoteaban sin darse cuenta del peligro. Llevaba en el bolsillo los restos de un mendrugo y, plenamente consciente de las consecuencias de mi acción, lancé un trozo por encima de la valla para que cayera a unos centímetros del gato. Uno de los pollitos corrió a recoger el trozo de pan, el gato se abalanzó sobre él y el desgraciado pollito fue rápidamente apresado por el felino. ¿Qué perverso impulso me hizo enviar a la inocente criatura a la muerte? No lo sé, y la escena ha quedado grabada en mi conciencia hasta hoy.

Tal vez para disipar mi sentimiento de culpa, desde entonces he sido un entusiasta observador de las aves, en gran parte gracias a mi padre, que nos llevaba a buscar nidos de pájaros en primavera. Observaba con admiración cómo trepaba por un arbusto espinoso para llegar a un nido de urraca, cómo se agachaba para recoger un huevo de avefría puesto en el surco de un campo arado, o cómo se arriesgaba a empaparse para llegar a un nido de focha entre los juncos de un estanque. Una vez en casa, los huevos, debidamente vaciados, eran colocados ordenadamente en una caja y ¿hay algo más bonito en el mundo que el huevo de un mirlo o un zorzal?

En Longridge acudí a una escuela infantil y, con mis cuatro años, allí aprendí a leer. Recuerdo un libro con dibujos en color que mostraban las primeras palabras que entendí: bacalao y cubo. No son tan raras como parecen ya que en inglés ambas son monosilábicas: cod por el pescado, y pail por el cubo en el que un niño lo llevaba a casa.

No puedo cerrar esta página sin recordar mi primera experiencia espiritual. Mis padres practicaban un cristianismo sencillo, especialmente mi madre, que veía las cosas en blanco y negro y no albergaba duda alguna acerca de la fe. Mi padre era más cerebral; leía imponentes tomos acerca de cuestiones teológicas y poseía un conocimiento serio de la Biblia. Si le invadió alguna duda no lo sabré nunca, porque era parco en palabras y jamás expresó sus sentimientos, ni descubrió su interioridad.

El recuerdo más temprano que conservo es de la necesidad que sentía de abrir mi corazón a Jesús. Conocía bien el texto que dice: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20), así que cuando apenas contaba cinco años musitaba cada noche, antes de dormir, una breve oración pidiendo al Señor que entrase en mi corazón. Tras esta plegaria quedaba tranquilo y no tardando mucho sucumbía al sueño. Pero a la noche siguiente me entraba la duda de si mi oración había sido lo bastante ferviente, o hecha con suficiente fe, de modo que la repetía noche tras noche, por si acaso, y así lo hice durante mucho tiempo, hasta superar la etapa infantil.

Él debió de entender mi ansiedad, porque su presencia, desde entonces, no me ha abandonado nunca.


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