por S. Stuart Park
No deja de sorprender el laconismo de los narradores bíblicos, nunca más notorio que en la escasa información que proporcionan sobre la vida de Jesús antes del inicio de su ministerio público. Mateo y Lucas cuentan detalles del nacimiento e infancia de Jesús, pero nada nos dicen de su niñez o adolescencia, salvo un solo episodio, suficiente, sin embargo, para iluminar su forma de ser y estar hasta alcanzar la edad madura:
«Iban sus padres todos los años a Jerusalén en la fiesta de la pascua; y cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta. Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre. Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole. Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles. Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia. Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? Mas ellos no entendieron las palabras que les habló. Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres. (Lucas 2:41-52).
Pocas situaciones hay más angustiosas que el extravío de un hijo en un lugar público, y los tres días en los que José y María anduvieron buscando a su hijo les llenaron de zozobra, como su propia madre confesó. Jesús, en cambio, se mostró sereno, «ocupado en los negocios de su Padre», y este suceso permite a Lucas dejar constancia del normal crecimiento físico de Jesús, su desarrollo intelectual y espiritual, y la «gracia para con Dios y los hombres» que le acompañaba.
El hecho es significativo y permite entrever que la presencia de Jesús no provocó la envidia o la enemistad de quienes le rodeaban, como había sido el caso con otros jóvenes precoces, como José hijo de Jacob, o David hijo de Isaí, que granjearon sin querer la enemistad de sus hermanos. Cuando dialogaba con los doctores en el Templo, jugaba con sus amigos en la calle, trabajaba en el taller de su padre o convivía en el seno de la familia, Jesús se mostró siempre natural y gozó del favor y cariño de todos.
De este modo el evangelista ha pergeñado en pocas palabras el comportamiento de Jesús entre los suyos, y de nada habría servido prodigar en informaciones sin relevancia para la preparación del ministerio de Cristo, un prodigioso ejercicio de economía verbal único en el mundo.
El episodio del Templo termina con un apunte revelador:
«Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón». La vida de Jesús transcurrió con naturalidad, en un ambiente de respeto mutuo y paz.