por S. Stuart Park
Nada sabemos de la vida de Jesús a partir de su diálogo en el Templo con los doctores de la ley hasta el inicio de su ministerio público a los treinta años (Lucas 3:23), por lo que podría parecer ocioso, incluso fuera de lugar, pretender hablar de su adolescencia y juventud. Indicios hay, sin embargo, que nos permiten aventurar una breve reflexión al respecto (muy alejada de especulaciones legendarias que le han situado durante aquellos años en la India, por ejemplo), al observar su comportamiento cuando alcanzó la madurez.
Los judíos consideraban que la edad de responsabilidad comenzaba a los trece años (celebrado hoy como
bar mitzvah) y nos imaginamos que Jesús frecuentaría la sinagoga de la mano de su padre para escuchar y estudiar la Escritura. Parece seguro, también, que trabajaba en el taller de su padre, aunque no sabemos si hasta los veintinueve años, ni cuándo murió su padre José. Al comienzo de su ministerio, el evangelista Juan escribe un comentario revelador:
«Estando en Jerusalén en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre» (Jn. 2:23-25).
Jesús sabía lo que había en el hombre porque había vivido entre sus conciudadanos en el taller, en la sinagoga y en la sociedad y, como es natural, conocía sus hábitos y sus inconsistencias, sus engaños y sus mentiras además de sus bondades y su generosidad. En el ejercicio de su profesión habría visto las mismas actitudes que se han visto siempre entre proveedores, clientes, y público en general.
Si los modestos orígenes de Jesús le permitieron desarrollar su vida con naturalidad, le proporcionaron el espacio necesario también para adquirir conocimientos que le servirían en el futuro. Aprendería el oficio de su padre, vería en su entorno enfermedad y muerte, tristeza y preocupación, penuria económica y rechazo social. Asistiría, también, a funerales y banquetes de boda, y su sensibilidad hacia enfermos y enlutados, pobres y marginados, caracterizaría su ministerio hasta el final.
No nos cabe duda de que Jesús el carpintero sería impecable en su artesanía, cumplidor de los plazos de entrega, y que trataría a sus clientes con rectitud y afabilidad, cualidades que sin duda aprendió de sus padres y que habían de caracterizar su ministerio posterior. Más tarde, sus detractores emplearían la profesión familiar de Jesús como arma afilada en su contra:
«Y venido a su tierra, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene este esta sabiduría y estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero?» (Mt. 13:54-55).
Y otra vez:
«¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él» (Marcos 6:3).
Jesús respondería con nobleza y magnanimidad y no se cansaría de hacer las cosas bien.