por S. Stuart Park
Hemos recordado cómo José se granjeó la hostilidad de sus hermanos al delatar la mala conducta de ellos ante sus padres, un hecho exacerbado por el evidente favoritismo de Jacob hacia él al regalarle la túnica de colores con la que se vestía. Con todo, a punto estaba de producirse un agravio más clamoroso aún: los sueños de grandeza de José:
«Y soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle más todavía. Y él les dijo: Oíd ahora este sueño que he soñado: He aquí que atábamos manojos en medio del campo, y he aquí que mi manojo se levantaba y estaba derecho, y que vuestros manojos estaban alrededor y se inclinaban al mío. Le respondieron sus hermanos: ¿Reinarás tú sobre nosotros, o señorearás sobre nosotros? Y le aborrecieron aun más a causa de sus sueños y sus palabras. Soñó aun otro sueño, y lo contó a sus hermanos, diciendo: He aquí que he soñado otro sueño, y he aquí que el sol y la luna y once estrellas se inclinaban a mí. Y lo contó a su padre y a sus hermanos; y su padre le reprendió, y le dijo: ¿Qué sueño es este que soñaste? ¿Acaso vendremos yo y tu madre y tus hermanos a postrarnos en tierra ante ti? Y sus hermanos le tenían envidia, mas su padre meditaba en esto» (Gn.1:5-11).
El drama estaba servido. José, un joven inexperto de diecisiete años, contó con toda ingenuidad los sueños que había tenido a sus avezados hermanos, que ellos mismos no tardaron en interpretar, por lo que «le aborrecieron aún más a causa de sus sueños y sus palabras»; es decir, no solo por los sueños en sí, sino por el hecho de habérselos contado.
Los hijos de Jacob eran pastores de ovejas, y la necesidad de buscar buenos pastos para los rebaños de su padre llevó a los hermanos a apacentar sus ovejas en la cercana región de Siquem. Jacob, ansioso de saber cómo les iba, envió a José en su busca, una decisión temeraria, tal vez, con consecuencias impensables tanto para el anciano padre como para su hijo.
Los hermanos vieron su oportunidad: «He aquí viene el soñador» –dijeron entre sí–, «matémosle… y veremos qué será de sus sueños». La historia es bien conocida. Arrojaron a José a una cisterna, pensando dejarle morir allí. Después de un intenso debate Judá propuso finalmente venderlo a unos mercaderes que iban camino de Egipto. Para camuflar su traición, tomaron la túnica de José, degollaron un cabrito de su rebaño, tiñeron la túnica con sangre; y la llevaron a su padre.
El narrador silencia los gritos de angustia de José desde la cisterna, su terror al verse traicionado por los miembros de su propia familia, y tan solo relata la pena profunda que invadió el corazón de Jacob al ver la túnica ensangrentada de su hijo.
Con todo, el sufrimiento de José no había hecho más que empezar, como veremos en una próxima entrega.