Daniel en Babilonia Las siete edades del hombre (30). Juventud.
por S. Stuart Park Valladolid, 22 de Diciembre de 2023
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Los jardines colgantes de Babilonia |
El trauma de la deportación, tan tristemente actual, adquirió en la vida de Daniel y sus amigos una dimensión providencial que no quitaría un ápice de la desolación de las familias al ver marchar en cadenas a sus hijos, ni secar las lágrimas de ellos al despedirse de sus padres y abandonar para siempre su amada ciudad de Jerusalén.
La historia se remonta al año 605 antes de Cristo, cuando el emperador babilonio Nabucodonosor arrasó la ciudad, y comenzaron las deportaciones. De entre los deportados de Judea los jóvenes más destacados, los que pertenecían a la clase social más alta, de linaje real, y que eran además de buen parecer, fueron seleccionados para ingresar en una academia de élite donde aprenderían las artes y las ciencias, la lengua y la literatura de los caldeos, con vistas a entrar en palacio, al servicio del rey. Daniel y sus tres amigos destacaron enseguida, y fueron matriculados en la Haute École de Babilonia. A Daniel y a sus amigos, Ananías, Misael y Azarías, se les asignaron nombres nuevos, a fin de asimilarlos a la cultura de Babilonia.
Daniel –que significa ‘Dios es mi Juez’–, recibió el nombre de Beltsasar –que significa ‘Bel (o Marduk) proteja tu vida’–. Ananías –‘El Señor muestra su gracia’– se convirtió en Sadrac –‘El mandamiento de Aku’ (el dios lunar)–. Misael –‘¿Quién como Dios?’– recibió el nombre de Mesac –‘¿Quién como Aku?’–; y Azarías –‘El Señor ayuda’– el de Abed-nego –‘Siervo de Nabu’(el hijo de Marduk–).
El propósito del cambio de los nombres parece claro: borrar las huellas de su procedencia hebrea, y hacer olvidar su religión y su fe. Los jóvenes aceptaron sus nuevos nombres sin protestar, sin dar mayor trascendencia a su identificación externa, ya que en su mente y en su corazón serían para siempre Daniel, Ananías, Misael y Azarías.
La presencia de Daniel en la cúpula de poder del imperio babilónico y luego en la alta administración de Medo-Persia, entrañaba, además de prestigio y honor, riesgos muy serios, que él y sus compañeros solventaron con integridad y fe. Las historias son muy conocidas: la negación a alimentarse con los alimentos del rey; la negación a adorar la imagen de oro que hizo Nabucodonosor; y la negación de acatar la prohibición de hacer oración a su Dios. Favorecidos por su decisión en el asunto de la dieta, y salvados de las llamas del fuego y de la boca del león, Daniel y sus compañeros fueron vindicados y puestos muy en alto.
La primera prueba consistía en la obligación de someterse al régimen alimenticio ordenado por el rey. Daniel y sus amigos se negaron. El asunto, que podría parecer más bien trivial, surgió, sin duda, de su obediencia a las leyes dietéticas de la fe judía, cuyo propósito era enseñar al pueblo a diferenciar entre lo sagrado y lo inmundo, una cuestión fundamental de su fe.
Sin ánimo de moralizar, podríamos decir que el alimento que tomamos en los años de nuestra juventud marcará el camino a seguir. Lo dijo luego Jesús: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:3-4). Una lección que aprendieron Daniel y sus amigos en el exilio.
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