por S. Stuart Park
Según el esquema de William Shakespeare, una vez superada la etapa juvenil con sus incertidumbres y amoríos, al alcanzar la edad madura el hombre se vuelve seguro de sí mismo, amante de la gastronomía y el buen vino, confiado en su propia sabiduría y satisfecho con sus éxitos en el mundo. A tanto no aspiramos, aunque sí disfrutamos de la gastronomía y el buen vino de la Ribera del Duero, naturalmente.
El concepto de madurez requiere matización, claro está, ya que el proceso de maduración no empieza ni se culmina conforme a un arbitrario cómputo temporal. Job pasó por el horno de fuego de la tribulación lo mismo que José, David o Daniel, y son conocidos más por sus períodos de crisis que por sus éxitos en el mundo.
La vida trae encuentros y desencuentros, las amistades que parecían duraderas se rompen, las relaciones genuinas se consolidan, se desvanece lo trabajado con ahínco y lo fortuito se convierte, a veces, en trascendental. Con estos hilos se teje el tapiz de nuestras vidas, y los gozos y las tristezas, los éxitos y los fracasos forman parte del bagaje personal de todo ser humano.
Los años de la vida adulta, con sus rutinas de trabajo, sus idas y venidas, las reuniones y los viajes, las preocupaciones y los problemas, pasan volando, o eso parece, y son difíciles de calificar. Crecen los hijos y se van, se hacen obras en casa, se lee y se escribe, se escucha música y se pasea por el campo. Lo que se consigue en aquellos años lo tendrán que decir otros, la perspectiva personal no es objetiva, no es de fiar.
Escribe José Jiménez Lozano en uno de sus
Cuadernos rojos: «Siempre hay un momento de esplendor y transformación, un momento de gloria y transfiguración, un instante al menos, un relámpago de belleza en todo ser humano». Y hay momentos de hundimiento, también, como no puede ser de otra manera, como dijo Qohélet:
«Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. ¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?» (Ecl. 3:1-9).
Nadie lo ha dicho mejor, y mis pacientes lectores y lectoras bien podrían completar esta y las páginas que siguen con su propia experiencia personal. Pero el tiempo pasa, y no hay más remedio que seguir.