por S. Stuart Park
Nuestra vida interior que en medio de los quehaceres rutinarios que conforman nuestra cotidianeidad experimenta una progresión tan imperceptible como el desarrollo físico de nuestros hijos y nietos, no por ello permanece estática o atrofiada y, si bien a veces nos parece que incluso va en retroceso o regresión, con el tiempo supera hitos significativos que marcan avances importantes en los días de los años de nuestra peregrinación.
He relatado en más de una ocasión cómo la lectura cristológica de la historia de Job transformó no solo mi comprensión literaria del Antiguo Testamento, sino resolvió también el dilema espiritual en el que me encontraba inmerso, la oscuridad aterradora de una profunda depresión.
La lectura cristológica de la Escritura es posible por la propia estructura literaria de la Biblia, que presenta las historias de los hombres y mujeres que pueblan sus páginas como prefiguraciones de la vida y obra del Hijo de Dios. Se trata de una estrategia comunicativa que permite ver a través de los éxitos y fracasos ajenos de seres humanos como nosotros, la multiforme sabiduría de Dios.
La estructura de la narrativa bíblica es esencialmente tipológica, un término que asusta a algunos, pero que quiere decir que el Antiguo Testamento se dirige hacia Cristo y debe ser leída desde Cristo, como el propio Señor declaró a los discípulos de Emaús, un principio hermenéutico refrendado por todos los autores del Nuevo Testamento.
Para lograr su fin, los autores bíblicos emplean una estrategia única en el mundo, que combina un riguroso concepto de economía verbal con el arte de la intertextualidad, las referencias cruzadas que completan los silencios y llenan los huecos de la narración.
El descubrimiento de la naturaleza literaria de la Biblia —en mi caso, tardío— coincidió con el inicio de mi actividad como autor, cuando puse por escrito mis lecturas de Job en el primer libro que publiqué, titulado
Desde el torbellino. A partir de entonces, la oportunidad de plasmar por escrito lecturas y vivencias propias y ajenas ha supuesto para mí uno de los hitos significativos mencionados más arriba.
El arte de la escritura requiere tiempo y dedicación, disciplina y superación ya que implica, también, un acto de fe. Quien escribe se expone al rechazo o a la indiferencia, a la crítica negativa o a la incomprensión: se hace vulnerable, en una palabra, ya que el texto escrito se convierte en objeto de escrutinio de los demás.
Al margen de las innumerables revisiones de sintaxis y de estilo que precisa un texto destinado a ser publicado, el factor principal que lo controla, el molde conceptual que conforma su perfil se puede resumir así: ¿Dirige a los lectores hacia Cristo? ¿Hace comprensible el mensaje de salvación? ¿Hace honor a la Persona y Obra del Señor?
Si así fuera nos daríamos por más que satisfechos. Si no, mejor sería desistir.