por S. Stuart Park
Escribo estas líneas sentado en nuestro tranquilo jardín asturiano con el murmullo de un río truchero de fondo, no como aquel joven pastor cervantino que «hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmullo de un deleitoso arroyuelo» componía versos para lanzar sus querellas contra el cielo, sino para rememorar un pasado que no volverá y mirar hacia un futuro, incierto e ignoto, con nostalgia mas no sin esperanza.
La nostalgia es prima hermana de la melancolía, y ha venido a la mente un pequeño poema del gran admirador de Miguel de Cervantes que fue José Jiménez Lozano, titulado ‘Casa’:
Cuando la melancolía habita en una casa
empieza a derrumbarse.
La casa de mi ánima
resiste con puntales.
Difícil resulta no sentir melancolía al leer estas breves líneas que tan exactamente reflejan los achaques y las inquietudes propios de las postrimerías de la vida, tanto físicos como morales. El cuerpo físico requiere soluciones clínicas, como cualquier persona de avanzada edad sabe bien, pero frente a la melancolía, ¿con qué contamos para que no se derrumbe nuestra ánima con el inexorable paso del tiempo?
Se me antoja pensar que para el poeta amigo el hecho mismo de escribir servía de puntal: quien escribe lo hace primero para sí mismo y en mi propio caso el poder redactar estas sencillas líneas produce una cierta satisfacción y proporciona ilusión. Un segundo puntal, más duradero, formaba la base de la «esperanza contra esperanza» del poeta, al decir de Pablo, y permitía que en medio de tantas devastaciones y la necedad del mundo resistiera gracias a la candela de la fe. Esto es lo que leo entre líneas en toda su poesía, y aquella fe ahuyentaba, en último término, la melancolía que, si toma posesión de la casa, la acaba por derrumbar.
Huelga decir que la imagen del cuerpo humano como tabernáculo, tienda o casa es esencialmente bíblica:
«Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial» (2 Co. 5:1-2).
En medio de los embates del tiempo, la casa edificada sobre la roca de la fe no caerá, aunque el cuerpo sucumba un día al natural proceso de disolución.