por S. Stuart Park
El último recuerdo que guardo de mi madre, hospitalizada en el Royal Infirmary de su Preston natal, débil y cercana a su partida con 83 años, es de una anciana mujer de pelo blanco como la nieve que dibujaba una sonrisa en sus labios, contenta de estar bien atendida por el equipo médico del hospital, y sin temor alguno ante la proximidad de la muerte.
¿Cuál había sido el secreto de una fe que resistió los embates de la vida y las contradicciones, a veces muy dolorosas, de la condición humana? La respuesta la encuentro en las siguientes palabras de José Jiménez Lozano respecto del célebre retrato que Rembrandt hizo de su propia madre:
«Cuando Rembrandt hace el maravilloso grabado de su madre, leyendo la Biblia, nos la dibuja, mostrándonos verdaderamente, que ha sido, y sigue siendo, constituida por aquel libro. Está ya en su vejez extrema, y desaparecerá pronto; pero lo que ella fue, y por lo que queda constituida, ahí está y habita en nosotros al mirar el cuadro» (“Buscando un amo y otras aprensiones”, 2017).
No sé cómo mi madre habría calificado los eventos de su vida al final. Tal vez habría hecho suyas las palabras del anciano Jacob ante el Faraón en Egipto. Al contemplar al padre de José y escuchar su bendición, inquirió Faraón: «¿Cuántos son los días de los años de tu vida?»:
«Y Jacob respondió a Faraón: Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años; pocos y malos han sido los días de los años de mi vida, y no han llegado a los días de los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación» (Gn. 47:8-9).
Jacob presentía que no alcanzaría la edad de sus antepasados: sus años habían sido llenos de disgustos y sobresaltos, engaños y desengaños, frustraciones y amarguras. Fueron días de peregrinación, sin embargo, y el hecho de reconocer que su vida en la tierra era transitoria le permitió encarar el porvenir desde una perspectiva superior.
Nunca sabré cómo mi padre habría resumido los hechos de su vida, ni pienso que me lo habría contado nunca. Mi madre sí se quejaba amargamente de su suerte en no pocas ocasiones, mientras mi padre se refugiaba en sus libros y en el
Lancashire Evening Post, el vespertino periódico local. Pero guardo de él un revelador objeto de recuerdo: su Nuevo Testamento, con prolijos apuntes en los márgenes y rayas rojas y azules que conectaban unos versos con otros.
En el cementerio donde reposan juntos, se leen estas palabras: SIDNEY PARK (19.10.1911-29.5.1982)
Para siempre con el Señor; y MARY PARK (7.9.1911-18.9-1994)
Con Cristo, que es muchísimo mejor.