por S. Stuart Park
Con el paso de los años, cuando las intuiciones de inmortalidad afloran con mayor intensidad, no resulta difícil sentir añoranza por las bellas cosas de la vida que habrá que dejar atrás, un hermoso paisaje, un jardín, las amistades, los seres queridos, los goces que forman parte de nuestro día a día en el mundo. Jiménez Lozano—uno de los poetas más sensibles que conozco— plasma esta idea magistralmente en un pequeño poema titulado ’Corolario’:
Si has amado la belleza del mundo
desesperadamente, nunca
la cederás al polvo y la ceniza.
Desesperadamente esperas
la glorificación de la carne destruida.
Es un implacable corolario.
Este apasionado poema constituye el
cri de coeur de un hombre que «desesperadamente espera» la gloriosa redención de la efímera belleza del mundo. Nadie la ha esbozado en tan pocas líneas como él, en el vuelo de la garza o el paso de las grullas, celebrados con reverencial asombro en muchos de sus poemas. Quien haya visto la formación de las grullas en su paso por el horizonte o visto a la garza levantar el vuelo a primera hora de la mañana, conoce la emoción que embarga el alma del poeta:
No había salido el sol,
y la garza volaba sin su sombra.
Era como la luz de la mañana,
aún no usada.
Mientras escribo estas líneas, el sol se asoma por el horizonte presagiando un nuevo y hermoso día. Una pareja de zorzales picotea en el jardín en busca de comida, y un petirrojo cruza desde el seto para posar entre el ramaje de un fresno. Son señales efímeras de la belleza del mundo, la que presagia otra, eternal.
El poeta desesperadamente espera algo que Juan vio en su visión:
«Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más. (…) Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron»(Apocalipsis 21: 1-4).
Se trata de un implacable corolario, una inevitabilidad.