Perspectiva Las siete edades del hombre (44). Vejez.
por S. Stuart Park Valladolid, 29 de Marzo de 2024
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Queen´s University, Belfast. |
No todo son inconvenientes y contratiempos en la vejez, una etapa que comienza oficialmente a los sesenta y cinco años, según he leído, es decir que coincide en muchos casos con la edad de la jubilación. La nueva etapa puede trastocarse por una enfermedad o circunstancia familiar adversa, pero en el mejor de los casos la jubilación invita a olvidarse del estrés del trabajo y las frenéticas idas y venidas del día a día, y proporciona un espacio para poder contemplar la vida desde una perspectiva más ecuánime.
Observo que con el paso de los años se impone la moderación, tan denostada en la etapa juvenil, y que aquellas cosas que antaño provocaron nuestra indignación ahora no nos alteran tanto. Al mismo tiempo, asuntos a los que prestábamos escasa atención ahora nos parecen de capital importancia y nos alertan de peligros que permanecían ocultos.
En el terreno de la espiritualidad, sin ir más lejos, desde el entusiasmo de la juventud la aparente pasividad de nuestros mayores nos parecía censurable; ahora vemos que aquellos excesos eran superficiales, a veces, motivados por la impaciencia, la ignorancia o la inmadurez. Todo lo cual hace valorar ahora a quienes se prestaban a ayudarnos antaño y nos enseñaron desde su experiencia un camino mejor.
Mi mentor y maestro el profesor David Gooding, catedrático de Septuaginta en la Queen’s University de Belfast, escuchó mis tribulaciones en su casa hasta altas horas de la noche en más de una ocasión. Su hermana me dijo después que las horas que pasaba conmigo las recuperaba luego trabajando hasta bien entrada la madrugada. Recuerdo cómo lamenté mi caída en depresión y le dije que por qué esto me había tenido que pasar a mí. «¿Por qué no?» —fue lo único que me contestó—, y su respuesta me sirvió para reconocer mi egoísmo y nunca más he planteado la vida así.
David Gooding era un hombre de vasta erudición bíblica. Al mismo tiempo, tenía los pies firmemente plantados en el suelo, dispuesto a ayudar a cualquier persona en cualquier circunstancia de la vida, por complicada que fuese. Cuando fui a verle tras mi calamitosa caída en depresión, me aconsejó como si él mismo hubiese pasado por la misma experiencia. Empleó como ilustración las olas del mar que, al romper sobre nuestra cabeza producen pánico y asfixia antes de retroceder, y a las que poco a poco nos vamos acostumbrando hasta perderles el miedo, y nos acostumbramos a esperar su llegada como algo natural.
Sus consejos han quedado conmigo y me han servido para ayudar a otros que se encontraban en un trance similar. Los síntomas son inconfundibles: la voz quebrada, la pérdida de ilusión, la imposibilidad de encarar el día a día, la necesidad de palabras de comprensión y consolación. Son valores adquiridos con el paso de los años, una de las ventajas de la vejez.
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