por S. Stuart Park
Comenzamos nuestro periplo por las siete edades del hombre celebrando la llegada al mundo de nuestros hijos y nietos, y cerramos esta, la penúltima etapa, recordando una de las escenas más entrañables de la historia bíblica, la presentación del niño Jesús en el Templo donde fue tomado en brazos por el anciano Simeón, que esperaba ansioso «la consolación de Israel»:
Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz,
Conforme a tu palabra;
Porque han visto mis ojos tu salvación,
La cual has preparado en presencia de todos los pueblos;
Luz para revelación a los gentiles,
Y gloria de tu pueblo Israel.
(Lucas 2:29-32).
Las expectativas de Simeón fueron colmadas, y ahora pudo ser despedido en paz, sin saber que sus palabras (en la Vulgata latina, la traducción de Jerónimo) serían conocidas en todo el mundo. Otra anciana, la viuda Ana, que frecuentaba el Templo de día y de noche y se dedicaba al ayuno y a la oración, también vio colmada su esperanza de la venida del Mesías y «daba gracias a Dios, y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén».
La escena del Templo, que vino a representar la transición entre la «gloria de Israel» y «luz para revelación de los gentiles» fue un evento único en la Historia, pero en un plano más familiar nos permite una vez más recordar lo que significa la llegada de una nueva vida cuando se acerca el ocaso de nuestros días, y nos permite poner en valor la presencia de un niño pequeño para personas que han llegado a la última etapa de su vida. La alegría que proporcionan los nietos para sus abuelos, o para cualquiera que los contemple en brazos de su madre, supone un impulso vital, como los nuevos brotes en primavera después del largo letargo invernal.
El célebre
Nunc dimittis que anuncia el final, la partida en paz del «justo y piadoso» Simeón, nos sirve de portal para contemplar la etapa más penosa, el acto que pone fin a las siete edades shakespearianas, que el bardo de Stratford describió así:
La última escena de todas,
Que pone fin a esta extraña historia accidentada,
Es la segunda infantilidad y el mero olvido;
Sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada.
Se trata del valle de la sombra de muerte que, con pesar en el corazón, mas no sin esperanza, afrontaremos a continuación.