Mientras redacto estas líneas otros muchos hombres y mujeres con quienes he convivido a lo largo de estos años desfilan ante mis ojos: el anciano Abraham que lloró desconsoladamente la muerte de su amada Sara; el viejo Isaac, engañado por su hijo Jacob que aprovechó la ceguera de su padre para hacerse con la primogenitura; el propio Jacob, próximo a morir, que bendijo a cada uno de sus hijos apoyado en su bordón; la viuda Noemí, sustentada en su vejez por su nuera moabita Rut, «de más valor que siete hijos» para ella; el rey David, «viejo y avanzado en días» después de una vida tan apasionada como azarosa, cuya impotencia presagiaba el final de su reinado; y tantos otros héroes y heroínas de la fe que «no recibieron lo prometido» en espera de la venida del Mesías.

Si penoso resulta el declive del cuerpo y el deterioro de sus facultades cognitivas, nada puede compararse con la pérdida temprana de un hijo. El lloro de Raquel por sus hijos se ha convertido en símbolo del lamento de todas las madres que derramaron lágrimas de dolor; el rey David oró postrado en tierra durante siete días y siete noches para que se salvara el hijo fruto de su relación con Betsabé, y el niño murió. No menos profundo es el duelo por una hija cortada en la flor de su juventud tras una dura enfermedad, o el joven muerto en accidente, o el padre de familia que deja huérfanos a sus hijos y viuda a su esposa antes de tiempo.

¿Entiende Dios? ¿Tiene ojos de carne para ver como el hombre ve? ¿Se olvida de sus hijos en su trance mortal? La pregunta nos adentra en el corazón de un misterio:

Él debilitó mi fuerza en el camino;
Acortó mis días.
Dije: Dios mío, no me cortes en la mitad de mis días;
Por generación de generaciones son tus años.
(Salmo 102:23-24).

‘Oración de un afligido’ reza la cabecera de este Salmo, identificado en el Nuevo Testamento con el propio Hijo de Dios (Hebreos 1:10-12), el mismo que «en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente» (Heb. 5:7), no para que no apurara el amargo cáliz de la muerte, sino para emerger triunfante al otro lado de la tumba.

En la glorificación de la carne que tan desesperadamente esperaba el poeta, la vida segada en flor será elevada a su máxima potencia, el cuerpo desgastado recuperará su vigor, y a la mente dañada se le devolverá su esplendor. «Dios no es injusto para olvidar» —escribió el autor inspirado—(Heb. 6:10) y restaurará lo cruelmente arrebatado en el paso del hombre por el valle de sombra de muerte que es nuestra vida en el mundo.