por S. Stuart Park
La amistad surge del mero compañerismo cuando dos o más de los compañeros descubren que tienen en común alguna percepción o interés o incluso gusto que los demás no comparten». (
Los cuatro amores).
La sencilla formulación de C.S. Lewis trae a la memoria las primeras experiencias de compañerismo, que surgen, naturalmente, en la escuela, y los rostros sonrientes que aparecen en las antiguas fotografías de clase resultan perfectamente familiares si bien algunos de sus nombres se nos han borrado. ¿Qué habrá sido de ellos? —nos preguntamos—, ya que las distancias han hecho imposible su seguimiento en el tiempo.
De uno de ellos, Philip Rainford, me acuerdo perfectamente, y el tiempo que pasamos juntos jugando al cricket con una vieja pelota de tenis en el aparcamiento del estadio de nuestro equipo, el Preston North End, o jugando al fútbol en el parque, son recuerdos que perduran. Phil vivía en una casa adosada cerca del estadio y me sentía a gusto entre los miembros de su familia. Su padre era zapatero, y su madre, maestra de escuela infantil, nos preparaba una bebida de jengibre cuyo delicioso sabor recuerdo aún.
En las vacaciones de verano fuimos juntos a pasar unos días en Los Lagos para hacer senderismo. Nos alojábamos en un
bed and breakfast y hacíamos caminatas de veinte kilómetros o más al día por las colinas y valles del lugar. Él era más atleta que yo y siempre iba delante, lo que a veces me desazonaba, sobre todo en una ocasión cuando un clavo en la suela de la bota derecha me hizo una llaga que hacía de cada paso un sufrimiento. Llegué al final de la caminata con el pie ensangrentado, pero dispuesto a reanudar la marcha al día siguiente. ¡Qué remedio!
Los Rainford tenían familia en Londres y en una ocasión nos invitaron a pasar un fin de semana con ellos. Me sorprendió el acento
cockney de su tío, muy distinto del habla de Preston a la que estaba acostumbrado. Fuimos al viejo Stamford Bridge para ver un partido de Primera División entre el Chelsea y el Liverpool (1-3), y de poco más me acuerdo.
A mi amigo Phil debo una experiencia que, sin saberlo, marcaría un hito importante en un futuro no muy lejano. Decidimos pasar una semana en Bergerac, en el suroeste de Francia, para mejorar nuestro francés, y allí es donde tuve conocimiento de los Asiles Jean Bost en el cercano pueblo de La Force donde trabajaría como monitor antes de ir a la Universidad. (De ello he hablado en
Las estaciones del año). Me acuerdo de las picaduras de mosquito y de la hospitalidad de nuestra anciana anfitriona, con quien intentábamos hablar, infructuosamente, en nuestro limitadísimo francés, y de alguna que otra excursión en la región.
Después del colegio tomamos rumbos distintos. Phil estudió Educación Física y se colocó como profesor en el Rossall School, un colegio privado de prestigio en la costa oeste de Lancashire. Nuestra amistad resultó ser efímera, un pequeño paso en nuestras vidas como otros muchos, fruto de las circunstancias y de «alguna percepción o interés o incluso gusto» que teníamos en común.