por S. Stuart Park
Mi amistad con Sirio Sobrino Madejón surgió, al igual que la de José Jiménez Lozano, a raíz de los pájaros y la Biblia, aunque en circunstancias bien distintas como he contado en más de una ocasión, y en su memoria publiqué
En el valle de la sombra, las conversaciones que tuve con él durante las últimas semanas de su vida. Sirio tendría 74 años ahora si su vida no hubiese sido truncada por un cáncer en 2008, una pérdida que aún hoy me cuesta asimilar.
Natural de Fuente de Santa Cruz en la provincia de Segovia, Sirio era cetrero y conocía el mundo de las aves como pocos. Era también un profundo conocedor bíblico que había leído la Biblia muchas veces de principio a fin, y su amor por los pájaros y por la Biblia propició entre nosotros una entrañable amistad. Salíamos al campo cerca de Valladolid para buscar nidos, cazar con su azor, o leer el texto sagrado en uno de los pinares donde se sabía los nidos del águila calzada, el milano y el gavilán.
Sirio era un hombre de espíritu noble y generoso, práctico y trabajador, amante de la Naturaleza y de la vida. Nunca olvidaré la manera en que sujetó una víbora venenosa sin temor alguno en una ladera montañosa de Palencia, o trepaba por el tronco de un pino para alcanzar un nido de azor. El patio de su casa tenía sitio para la cría de alguna rapaz, y admiré su trato con un búho real, un ave de mirada imperiosa, que se sometía a él como a su señor. Fuimos con su esposa Mari Carmen y con él a ver nidos de águila y gavilán en el norte de Castilla, y nos acompañaron en un viaje por Inglaterra y Escocia.
La enfermedad mortal alcanzó a Sirio en la flor de la vida, pletórico de vigor y lleno de ilusión por la familia, el trabajo, y las muchas amistades que le rodeaban. Soportó el duro trance con la misma entereza con que había vivido, sin perder su sonrisa, atento a quienes le visitaron hacia el final. Su muerte causó un impacto profundo en quienes le conocíamos y queríamos como amigo.
Después del funeral en Valladolid se celebró una despedida de carácter íntimo, en lo alto de un otero desde donde se veía, abajo, el majuelo de su propiedad. Ahí se congregaron los amigos cetreros de Sirio, bajo un sol de justicia, junto con su familia. Se dijeron palabras emotivas de homenaje y recuerdo, y un cetrero soltó un bello halcón que sostenía en el puño. Nos quedamos viendo durante unos minutos cómo se alejaba, poco a poco, hacia el horizonte, por el inmenso cielo azul. Solo se oyó, en medio del silencio absoluto de aquel lugar, el tintineo de la campanilla que llevaba el halcón, y algún que otro sollozo suave y respetuoso de quienes le decíamos adiós, y me acordé de un pequeño poema de José Jiménez Lozano, titulado ‘Sombra’:
Hoy ha pasado
la sombra de un halcón por mi ventana,
persiguiendo a un pajarillo volandero; y he amparado a éste, pero
¡qué sombra tan terrible han visto estos pequeños, redondos ojos, tan hermosos!
Y yo también la he visto, hermano pájaro.
Esta sombra cae de manera inexorable sobre todo ser humano, también, como conviene no olvidar.