por S. Stuart Park
Así titulé
el libro que publiqué, ahora en su cuarta edición, con los posts que Sirio llamaba
Desde mi rincón, y las
Conversaciones que tuve con él en el patio de su casa durante las tres últimas semanas de su vida. A lo largo de aquellos días inolvidables de septiembre de 2008 le visité casi a diario para acompañarle en su agonía final. Hacíamos una lectura bíblica precedida de una breve oración, un tiempo no mayor de media hora en total, antes de hablar de nuestros asuntos y tomar una merienda preparada por su esposa Mari Carmen, que le cuidó hasta el final.
Los pensamientos de Sirio representan un testimonio singular, las reflexiones de un hombre que observa cómo un cáncer roe sus entrañas en su avance inexorable hacia la muerte, un cúmulo de sentimientos encontrados plasmados con una honestidad asombrosa, los pensamientos íntimos de un hombre que amaba la vida con pasión. El 20 de agosto a las 2.49 am Sirio escribió:
«El dolor físico es lo peor que hay. Es tan destructivo que las ganas de vivir desaparecen. Es el dolor que debe sentir el azor cuando está en los últimos estadios de aspergilosis. Cuando le notamos la disnea sabemos que su fin está cerca. Así me he sentido en varias ocasiones, sobre todo las mañanas de los últimos días, y la sensación de muerte es total. No hay apetito de ningún tipo, ni pensamiento que motive a la acción, solo abatimiento. Ni siquiera se puede centrar el dolor en un punto del cuerpo. Desde el talón hasta los ojos todo es dolor.
(…)
Siempre pensé que era una bendición saber que te ibas a morir, poder arreglar las cosas antes de la gran marcha y hacerlo rodeados de amigos y familiares. Ahora no lo sé, o no estoy seguro de ello, al menos de una espera larga. Pienso con frecuencia en el sentido de todo esto, y solo le encuentro uno, y es que el Señor mi Dios quiere perfeccionarme, despojarme de todo lo superfluo, de todo lo adquirido en este mundo tan lleno de imperfecciones. He de aprender a vivir solo el presente, despojado de todo vestigio de futuro, es decir, debo aprender a hacer las cosas por el mero hecho del gusto que saco en hacerlas sin que en ese gusto se note la influencia de futuro de cada acción. He de querer a las personas por el gusto de reconocerme en ellas en sus cosas buenas y no por lo que pueda esperar de ellas en el futuro».
Redacté unas líneas para recordar la última vez que le vi antes de entrar en coma:
«De nuevo queda inmóvil, como mirando a la lontananza. Baja una paloma a observarle, pero él no oye el silbido de sus alas al levantar el vuelo. Vuelve a cerrar los ojos y me quedo mirándole. El rostro de Sirio es noble pero ahora tiene un color cenizo que me asusta. De vez en cuando respira muy hondo. Una leve brisa levanta una hoja de la Biblia abierta como si fuera hojarasca. He visto su rostro radiante en tantas ocasiones. Pronto será transformado en gloria».
A las 05.33 del 18 de septiembre sonó mi móvil. Sirio se había ido. Ahora está con el Señor.